ANI
Ani se llama mi sobrina.
Nació allá por noviembre,
a la orilla de un río
con un puente romano y unas aceñas árabes.
Álamos tembladores le dieron sombra verde
a sus primeros años andaluces.
Cantaba bulerías y bailaba fandangos
que aquí, junto a la mar,
se fueron marchitando y se perdieron.
Y un acento canario, con el sol y la lluvia,
—un lenguaje en su jaula de horizonte hogareño—
se le ha ido posando poco a poco en las sienes,
sonriendo en el trino de una rama,
lloviznando en la luz de su voz. Todo sencillo
como el aire, la rosa, la pena, los zapatos.
Una joven es siempre distante en su interior.
La tomamos en bruto tal como la queremos,
tocamos su corteza,
vemos nacer el trono a su sonrisa.
Sentimos que su llanto lo tejerán arañas.
Pero algo nos escapa: es ese instante
en que la roca oculta salta como un resorte
y pide la palabra,
esa roca que de pronto toma sitio en la mesa
y que es la misma que siempre estuvo a nuestro lado,
sólo que la costumbre llamaba de otro modo,
con un nombre distinto,
escrito en clave cariñosa
de protector descando
y mundo a la medida.
Va a llegar el momento en que andes por tu cuenta.
Que el frío no te hiele demasiado los hombros
cuando al hogar de ahora le des la despedida.
Pedro García Cabrera