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ARAFO

a Arístides Ferrer

Si oís el agua en las calles
es que ya estáis en Arafo.
Un agua madrugadora,
con urgencia de recado.
No se detiene con nadie
—romera de pie descalzo—
cuando baja de los montes,
alegre y sola, cantando.
De tanto y tanto quererla,
al maizal enamorado
la piña del corazón
se le ha abierto en el costado.
Viéndola pasar, desnuda
gacela de los picachos,
la vid, de lejos, le ofrece
los zarcillos de sus pámpanos
y a la popular patata
se le pone el pecho blanco.
Su libertad de la cumbre
es la cosecha del llano.
Por eso, ante ello, el hombre
que cruza sediento el campo,
echa la rodilla a tierra,
en silencio prosternado,
que al agua, como a una madre,
se la toma con los labios.
Los hilos del agua bordan
vegetales cañamazos,
sin dedal y sin agujas,
día y noche trabajando.
¡El agua! Esa costurera
proletaria y sin descanso.
No tiene sombra ni muerte:
su transparente regazo
es sólo tiempo que fluye,
pero tiempo humanizado.
Y, aún corriendo, fugitiva
hace suyas nuestras manos
y vestida de hojas verdes
sube a las ramas del árbol
para poner la esperanza
de bandera en lo más alto.
Es también sueño de paz,
no paz de espejo y remanso,
no una paz de compromiso,
sino paz que va buscando
manos y frentes cordiales
que no la hagan pedazos.
Trino de pájaro y cumbre,
entre las piedras y el barro,
el agua canta y sonríe
al borde mismo del llanto.
Y de estas aguas que cantan
mana el corazón de Arafo.

autógrafo

Pedro García Cabrera


«Vuelta a la isla» (1968)

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