GÜÍMAR
Para contemplar a Güímar
no vale la línea recta,
si quieres verla del todo
has de volver la cabeza.
No es que este rincón ni aquél
se escondan en madrigueras,
sino que sus perspectivas
corren a campo traviesa
trabajando los labrados
colores de su ruleta,
desde la mar a lo alto,
sobre de unas paralelas:
a un costado, la montaña,
al otro, el río que enseña,
ya muerto el rugir del fuego,
rompientes lavas de presa.
Sangró el volcán en la altura
como un gallo de pelea
cayendo herida la cumbre
desde el filo de su cresta.
No pudo ganar las aguas,
uncirse con la ribera,
porque el pecho de esta costa
es coraza y resistencia
y aún con el pinar ardiendo
le puso al fuego compuertas,
que nunca tuvo este valle
debilidades de cera.
La embestida del titán
halló su guardia cubierta
y ahí quedó su espolón,
—madura noche de piedra—
igual que una cicatriz
en el rostro de la tierra.
Güímar, cordial y aguerrida,
laborando sus cosechas
de relámpagos de hombres
hechos de una sola pieza.
Güímar, rumiando silencios,
guardándole al sur las puertas,
jugando a pares o nones
lavas, colores y almendras.
Un veintinueve de junio
perdí las propias y ajenas,
las dulces y las amargas.
No siento lo que valieran,
sino que tenían duende
de ojos de mujer morena
y yo quería poneres
pestañas, luces y flechas.
Güímar, de cara redonda
igual que una luna nuva,
encendiendo lumbres verdes
en rocas amarillentas,
entre las olas y el monte
lanza al aire su moneda
dándole rumbo a sus sueños
y hogar a sus sementeras.
Pedro García Cabrera