ARICO
Encomiéndese a los diablos
y cierren todas las puertas
que el tiempo sur se ha escapado
de un manicomio de hogueras
y desde el mar a la cumbre
está horneando la tierra.
Nadie le mete en cintura
sus lanzallamas y teas
y contra sus pedernales
no hay refugio ni trincheras.
Hierve la luz y el ambiente
como una nata se espesa
endureciendo los rictus
del rostro de las tormentas.
Avispas, saltan avispas
del sol que raja las piedras
y jadean los colores
con toda la lengua fuera.
Ningún sonar de tambor,
trueno, campana o trompeta,
podrá igualar a estas rachas
en resonancias tan épicas
para convocar simunes
y movilizar centellas.
Tambor de desesperanza,
redobles de la aspereza,
que marchitan las raíces
de los riscos y las venas.
Hacerse voz el mutismo
y romper a andar las tejas,
echarse a volar los pinos
y abanicarse las cuevas,
todo puede ser primero
que alborear la proeza
de devolverle la vida
al mencey de la leyenda.
La piel de Adjoña se extiende
por todo Arico, reseca
como una momia, tendida
en la tosca amarillenta.
El tiempo sur no podrá
prender la chispa en la yesca,
ni hacer zumbar en sus sienes
las alas de las abejas,
ni meterle por los ojos
las púas de las candelas.
No podrá su soplo ardiente
llegar hasta su osamenta
y armar de vigor su brazo,
airón de sin par destreza,
que le imprimía a la onda
el júbilo de una flecha.
Todo el término de Arico
es la piel, a flor de tierra,
del mencey que derribó,
en golpe de onda certera,
con la piedra de su muerte,
el temblor de las estrellas.
Y este sudor de volcán
que corre a campo traviesa
es el recuerdo aún caliente
de un mencey a tumba abierta.
Pedro García Cabrera