SAN MIGUEL
a Emilio Gimeno Martín, a quien
debo la intimidad del sur de la isla
Que no, que no sigo más,
que aquí en San Miguel me quedo.
Quiero mirar cómo el jable
transforma el erial en huerto.
Aunque viene de otro sitio
el jable no es forastero,
tiene una isla por patria,
no un miserable agujero.
Donde él se tiende a sus anchas,
allí donde coge el sueño,
convertidos en oasis
se despiertan los desiertos.
No importa que sus marfiles
se tornen en cenicientos,
que es su alegría sentir
crecer los tempranos senos
de mujer de las patatas
bajo el corpiño del suelo.
Andas San Miguel y apenas
si crees lo que estás viendo.
Aunque se pierdan de vista
tanto tuneral mostrenco,
tantas orzas de montañas,
tantas chispas de mechero,
una ternura sin límites
rompe a cantar en tu pecho
como si también el jable
le diera a tu pensamiento
un corazón de cigarra,
élitros verdes latiendo.
Para la sed de estas tierras
el ocio no ha sido hecho:
te mueres de hambre si montas
tabernas en este pueblo.
En órbita colocada,
La Centinela es el vuelo
de un pájaro contemplando
las letras de un alfabeto
de volcanes que escribiera
a pulso y placer el fuego.
Forman sólo una familia,
pero adopta cada miembro
el talante de montaña
que mejor luzca su atuendo.
Podrá llover a raudales,
cambiar su moneda el tiempo,
pestañear las espigas,
aprender a hablar el viento,
pero no tendrán mudanza
estas montañas de hierro,
montañas enjaezadas
con su cráteres bermejos,
que alzarán siempre en la cálida
perspectiva de los retos,
sobre los verdes cultivos,
su joroba de camello.
Desde la mar son distintas,
cobran vida y movimiento;
al color le nacen alas
y al relieve, espalda y pecho.
Un rigodón de montañas
es menos tierra que cielo.
Que no, que no sigo más,
que aquí en San Miguel me quedo,
para escuchar cómo el jable,
con el primor de un jilguero,
anza vegetables trinos
por rellanos y repechos
preludiando la alborada
del amanecer de un pueblo.
Pedro García Cabrera