LOS REALEJOS
No sé si es uno o son dos,
no sé si es pueblo o castillo,
pero todo guarda un orden
y encuentran siempre su sitio
muros, barrancos, estatuas
y el ocho de los caminos
que desde el mar a la cumbre
se van ciñendo a sí mismo.
Y sé también que mi padre
dio aquí su primer vagido
y que aquí fueron calvario
las cruces de mis amigos.
Cifrado casi, en voz baja
y en sus adentros metido,
la espalda puede volverte,
mas su silencio está vivo.
Es un silencio artesano
que no se asoma al postigo,
elaborando sin tregua
sus panales fugitivos
manos de pólvora el hombre,
dedos de mujer los hilos.
Las bordadóras trabajan
—quito y pongo, pongo y quito—
en bastidores de fuentes
los remansos de los ríos,
quemándose las pestañas,
partiéndose el alma en vidrios
y agujereando el aire
con puntadas y suspiros.
Y son los calados sienes
bordadas por sus latidos,
diagramas de soledades
que los ojos han escrito,
el alba que nunca llega
y los sueños que se han ido.
Bordadme un mantel con panes
que tenga imán de trigo,
aguas que maten la sed,
lumbres con cara de niño.
Bordadme la libertad
en alto como los nidos.
Y vosotros, fogueteros,
en el fiel del equilibrio
entre la vida y la muerte,
que hacéis de la noche mirlos
con trinos de fuego, siempre
a los trapecios subidos
de las ascuas, rubricando
con aves de paraíso
las orgías y el suspense
de los cielos encendidos.
Vosotros que traducís
la oscuridad de los ritmos
con voladores de lágrimas
y cuadraturas de círculos,
desgranadme las espigas
de los cohetes de silbo,
el rostro de las cascadas,
las ruedas de mi albedrío.
Bordan ellas la ternura,
bordan ellos el peligro.
Y hay un temblor en su sangre
de corazones en vilo.
Y ese temblor de tamasma
recuerda a Viera y Clavijo.
Pedro García Cabrera