A LA MAR FUI POR LAS ISLAS
A Enrique Marco, en Sevilla.
¿Cómo iba a olvidarme de ti, mi tierra anfibia,
que respiras las branquias de las aguas
y te ciñes la blusa azul del aire,
firmemente nupcial y deportiva?
¿Cómo voy a ausentarme
de esta rabia que caminan mis pies,
si es con lava y volcanes como pueden nombrarse
los silencios quemados en el alma,
si eres tú quien me llevas a cuestas
subiéndote a los hombros mi ternura
y alisándome hierbas y cabellos,
si he fraguado en tus valles
el cascabel del llanto y la alegría,
si ardo con tus fuegos y lloro con tus nieves,
si tu raíz de mar
me ha dado el universo por bandera,
y el amor, los amigos y el pájaro del sueño?
Nunca mi soledad tuvo montañas
porque en tu orilla late el infinito
corazón de la sal,
convirtiendo la popular paloma de la sangre
en rumoroso vuelo,
dando a los horizontes almohada
y ofreciéndole al tiempo un refugio de arena
para que no se sienta un desterrado.
Por eso aquí es despacio la prisa y el verode,
no necesita el grillo apresurar su canto,
se le da a la palabra margen para que grane
intimidad de fruta y amanecer de harina,
se maduran en paz la noche y las plazuelas
y todo movimiento tiene un punto de almíbar
apartando los rostros de un trajín de gusanos.
Las islas siempre están sobre el camino,
duermen a la intemperie y trabajan soñando,
vivaquean a solas,
aunque salgan sus montes a recibir la lluvia
y sienten a su mesa todas las lejanías.
Sus playas no distinguen de pasos ni de nombres,
no permite la arena eternizar congojas,
dejarse burilar con iniciales,
tatuar su fino vientre de manzana;
son libertad que siempre está naciendo
para que nunca mueran los que, siguen su ruta.
Es un nacer en serie que devora
a la muerte en cadena,
y ese nacer muriendo de alegría
que da al mar desnudez, es en las islas
donde queda la huella al descubierto.
Respetan, sí, el instante en que creas tu imagen,
el destello que besa tu quehacer flotante,
el latido que cruza fulgurando tu anhelo;
pero no tu pasado de caracol vacío,
no el recuerdo que sella propiedad o pertenencia,
no el faro que se olvida de acuchillar la sombra.
Las islas no descansan su unidad de colmenas
porque es la mar quien vive sus orillas.
La mar, que no han podido dividir en colores,
ni deshojar sus olas como una margarita,
ni meter en la cárcel sus espumas,
ni asesinar el don de sus rumores.
Las islas no son libres de andar por donde quieran,
pero tienen razones de enarbolada roca
que saltan a la altura como un río en llamas
moldeando la angustia de un esperar sin tregua
en una rebeldía de silencios.
Déjame aún erguirme sobre tus precipicios,
déjame izar en ti mi cuerpo acribillado,
déjame amar la luna que ilumina mi casa,
déjame con tus nubes de langosta en el aire;
pero no me condenes a trillar la tristeza,
a comer tus cenizas y apurar tu amargura
viéndote desangrarte como el canto de un cisne.
Y aunque seas tan honda como un puñal clavado,
haz en tu espalda sitio al ladrido del perro,
al pregón de las ramas voceando el crepúsculo,
al libro en el que leo y al papel en que escribo,
a los labios qúe beso y al amigo que abrazo,
a la melancolía de estar siempre queriendo
y al sueño que mantiene despiertas las naranjas.
Que islas y amor de madre tengan las mismas letras.
Con la mano en la mar así lo espero.
Pedro García Cabrera