A LA MAR FUI POR MI PATRIA
A Edmond Vandercammen, en Bruselas.
Metí las manos en mí mismo. Una rompiente
(y llamo aquí rompiente a todos los obstáculos
que afirman los perfiles
de una interior hoguera de silencio),
pues bien, esta rompiente
escucha al pez caliente de mi sangre
subir y descender mareas de esperanza.
Me habla y no le entiendo.
Debe hablar un lenguaje de desiertos a media voz,
de pezuña de lobo que huye de arboledas y caseríos,
de libertad de negro entre dientes de blanco.
Siento la extrañeza de haber castigado a un amigo,
de tener la mirada bajo un pisapapeles,
de alentar una nube sordomuda en la mano,
de sorprender un huracán de violetas
con la novia de un marinero.
Pero hundo mis pies desnudos en la mar
y entonces, desde su alba de gallo, la alegría
comienza a dar su hora enamorada.
Mis pies ya son más míos, se apasionan
con el acontecer de los moluscos.
Se proyectan en un repique de alas,
como si alguien los hubiera injertado
en el amanenecer de otros planetas,
se sintiesen hermanos mayores de mis brazos
y tuvieran conciencia de que me llamo Pedro
y me sirvan para llevarme a todas partes
por el camino de mi casa.
Tu, mar, le has dado al agua el albedrío
de andar por donde quiera,
de formar en las sales de cualquier otro mar,
tenga el nombre que tenga,
sea lluvia o granizo,
acordeón del viento o flemón de tormenta,
y al transmitirme tu hontanar de ritmos
soy ciudadano de una sola patria,
esa tuya, que aman todas las latitudes,
que puede conservar su lejanía
en cualquier caracol abandonado,
su intimidad de harina
en las más desmandadas soledades.
Siento que reivindicas a través de mi cuerpo
tus remotos dominios sobre el hombre de ahora,
rompiéndole los idiomas contra la boca,
borrándole veredas,
cuerdas de río,
salto de montaña,
pedregales de odio,
y, poniéndole un mismo nivel de ternura en la frente,
un mismo beso de paloma en las alianzas,
una misma razón de luna sobre la cabellera,
le dejas la tierra tan llana como un libro,
el corazón tan puro como un canto rodado,
tan fraternal la mano como un campo de trigo.
Ese será el instante
de besar la mejilla de los días,
de invitar a la sed a sentarse a tu mesa,
de escuchar la rapsodia de la noche estrellada
e izarte hasta el propio tamaño de tu sueño.
El instante en que le nazcan ojos a las piedras,
desborden las cavernas panes dorados,
se disparen con júbilo de perro
las herramientas de los oficios
y el tuétano feliz de la luz se te pose en el rostro.
Ese será el instante en que gane la orilla
la redondez legítima de sentirnos iguales,
abrazándose arroyos y valles y llanuas.
Desde la honda semilla a la estrella más alta,
de la primera gota hasta el último nido,
con un fluir que tenga sinceridad de árbol,
llamarada de alcoba,
pájaro y corazón de esposa y compañera,
y no clave en tu frente sus espinas
ni haga bajar tus ojos cuando el viento le muestre,
a tu mundo hecho añicos
su poderoso aliento solidario.
Con la mano en la mar así lo espero.
Pedro García Cabrera