ALONDRA DE LA MANZANA Y EL RUISEÑOR
En el camarín redondo
de una verde manzanita,
tres infantiles gusanos
hablaban mientras. comían:
«Hemos elegido mal
nuestra silvestre casita;
tiene duras las paredes
y la despensa vacía».
Ellos aún ignoraban
que las verdes manzanitas
—porque lo ha dispuesto así
un dios a punto de almíbar—
no ablandan su doncellez
ni se ponen amarillas
sino cuando un ruiseñor
de amores las solicita.
Entonces nace en la fruta
un cielo de golondrina,
un ansia rubia de abejas
y un caracol de sonrisas.
Y su perfumado seno
amanece cada día
tan luna llena del alba
como el de mujer encinta.
La manzana, poco a poco,
se fue poniendo encendida;
se le otoñaba el color
y unas alas le nacían.
Y ya los tres gusanillos
en su gozo no cabían:
«Nuestro refugio ya tiene
un corazón de ambrosía,
de tierna pulpa el silencio
y de azúcar la vajilla».
Y todo el secreto era
—¡oh, qué rubor sin mejillas!—
que se había enamorado
del ruiseñor de la ermita.
Con sus trinos, en la sombra,
su caracola se henchía
de océanos de ternura
y exactitudes de isla.
Su blanco pecho de aromas
los trés huéspedes mordían,
que madurez de manzana
oculta un áspid suicida.
Y cada cual, en su rama
de soledad, florecía:
él, deshojando sus trinos,
ella, dorando la brisa.
Y así, de sueños nupciales,
se fue quedando amarilla
la redonda doncellez
de mi dulce manzanita.
Pedro García Cabrera