HIMNO A LOS SANTOS NIÑOS ACISCLO Y VICTORIA
Porque ahora mi alma anda vana y descalza
por torpes arrabales…
Porque ahora mi alma se goza por las selvas
donde es frescura el mármol…
Porque ahora mi alma se me deshace en polvo
de lejanos caminos,
quiero cantar sin tregua a vosotros, los puros,
a vosotros, los santos,
hasta que mi voz sea como flor de granado
enrojecida por la sangre de mi garganta,
a vosotros, los justos,
a vosotros, oh niños.
Piérdeme entre tus pétalos, inmenso
crisantemo nocturno.
Estréchame en tus brazos helados como sombras,
fría noche de Noviembre,
y que de tu regazo
gotee la caricia suave de la lluvia,
de la lluvia que oculte a mis ojos
el cuerpo de Victoria en el anfiteatro,
allí donde los mármoles son blancos
como un deseo insatisfecho.
Aparta de mí, oh noche,
la sangre que resbala hasta teñir el río
de su cárdeno grito,
la sangre que derrama la cabeza cortada por un sueño de espanto,
de Acisclo, puro y limpio
como un ángel ahogado en el fondo de un pozo.
Aparta de mí, noche más piadosa que el alba,
los destrozados cuerpos de estos niños,
de estos niños que apenas unos días
jugaban en las fuentes cercanas a su casa
o escribían sus nombres
en la cal palpitante de las blancas paredes,
cuando en la siesta cálida
la calle se adormece en el aire parado.
Córdoba estaba roja de pecados ardientes.
La piedra de los templos, como carne desnuda,
palpitaba de angustia cuando morían los niños.
La noche iba clavando alfileres de luto
en los aleros húmedos de las casas patricias,
y los inquietos pájaros,
en un rumor de plumas,
se perdieron en nieblas sin volver la cabeza.
En jardines ocultos,
por entre las columnas que la yedra entristece,
siete mujeres,
sin ver que los jacintos pálidos se doblaban,
siete tímidas sombras
lloraban silenciosas bajo secretos velos.
No se escucharon gritos; y cuando desde el cielo
descendía un eterno abrazo perdurable,
Córdoba se dormía en sus pecados gratos.
Pablo García Baena