GUILGUL
«Yo os conjuro, oh, doncellas de Jerusalén,
por los corzos y por las ciervas
del campo, que no despertéis, ni
hagáis velar al amor
hasta que quiera.»
Cantares, 3,5
Yo velaré a tu lado,
vigilaré el camino que recorrimos antes,
aguardaré los años necesarios.
Tu despertar ha sido fatigoso,
la angustia de los siglos te ha abatido,
el dolor de la muerte reiterada.
Sé que te perderé, porque la culpa humana
te llevará muy lejos,
pero elegí volver.
Sólo por contemplar tu nuevo rostro
elegí esta contienda interminable,
este reconstruir lo derrumbado
que apenas concluido, se deshace
y lacera mi carne y mis pequeñas
ansias de asir tus espejismos,
de perderme en tus pasos y recobrar el hálito
a una palabra tuya.
Retornar de la muerte es tan sencillo
si la frágil psiqué se lo propone,
si el amor nos levanta del sepulcro,
si nos otorga voz, manos y rostro...
Recordar, recordar cada sonido,
cada forma y color, cada sonrisa,
no existe otro secreto: los amantes
se liberan del polvo,
Dios no les abandona, les concede
otra oportunidad, aunque los lanza
sin guía hacia lo oculto, y nuevamente
habrán de recordar
a lo largo de tantas estaciones,
en el sueño del viaje,
sujetos a una extraña servidumbre.
Dios comprende aunque calla y se retira,
nos deja frente a frente, confusos, fatigados,
con la oscura ansiedad de quien no logra
comprender el origen de la furia
que sacude los cuerpos y los deja
casi sin voluntad.
El impulso primero es desasirse,
deshacerse de historias olvidadas,
narradas una noche junto al hogar amigo
con leños olorosos, crepitantes,
mientras afuera entonan sus cánticos
espectros de las sierras.
Es inútil: retornan las visiones,
ocupan el lugar de la tranquila
conciencia del instante
e intentan apresarnos entre sus fuegos fatuos
para mostrar al cabo, traicioneras,
en azogues ceñidos por la más pura plata,
imágenes rientes,
ajenas al vivir en un espacio
que dejó de ser nuestro.
Yo aceptaré el sueño de mis actos
a la exacta medida del pelícano
que se desgarra el pecho.
Descansa, amor, descansa,
volveremos a vernos,
se nos otorgarán años de dicha,
nos reconoceremos.
Convertir en proceso este minuto,
apresar su sentido más arcano,
su infinita riqueza, será el medio.
Sé que aún viajaré por esos rumbos
carentes de medida o dimensiones
asibles por la mente.
Silencio y paz, espejos que a lo largo
de esta senda devuelven imágenes serenas,
nos tienden sus celadas
con la falsa inocencia de los elfos
—porque no basta el gesto protector de las manos
si las recorren ráfagas heladas,
con el ritmo del miedo—,
pero retornaré, te lo he jurado,
te hallaré donde estés
en tu nueva figura, cuyos ojos
contemplo en este instante.
Descansa, amor, descansa,
volveremos a vernos.
Lourdes Rensoli