LAS OLAS
Las olas me conocen desde lejos,
porque siempre las observo prudentemente distanciado.
Me saludan con sus ondulados pañuelos blancos
y se ríen de mí.
—¡Vedle, siempre el mismo mirón, al fondo!
¡Acércate más y juega con nosotras!
Tienen unas manos largas y fuertes.
Extienden los brazos y me besan suavemente
o me derrumban y vuelcan, riendo sus pesadas gracias
con sus dentaduras largas de alegre espuma.
Pueden ser veloces delincuentes furtivos
que roban alientos y suspiros
en los callejones negros de sus profundidades solitarias.
Pueden hacerme sentir en mi alma
todo el puñetazo verde de sus iras acuáticas.
Sus frías manos aprietan las gargantas
con gasas verdes y encajes de seda.
Sus pies golpean duramente las cinturas
con patadas y puñetazos de agua.
Las olas como culebras líquidas
se retuercen entre los brazos
y una explosión de burbujas
paraliza los corazones angustiados.
Cuando te dejan en la arena, revolcado, lejos de ellas,
oyes sus carcajadas y amenazas retorcidas
entre los pliegues del viento asustado.
Por eso no quiero tutearme con las olas.
Prefiero observarlas, indiferente, desde lejos,
sin que se den cuenta,
para que no me inciten a sus juegos peligrosos.
Prefiero admirar su bravura de corsario,
su inquieta independencia sumergida
y todo el fuego de su ira incontenible contre el aire.
Carlos Etxeba
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