Entre los soldados de Solano López había un joven, casi un niño, alma
ardiente y corazón generoso, poseído del fanatismo de la patria, se presentaba
voluntario en todas las circunstancias peligrosas.
Se llamaba Natalicio Talavera.
Bajo las terribles impresiones de la lucha, entre el estruendo de los iones, y
quejidos de los moribundos, hacía versos y peleaba.
Apolo a caballo, manejaba tan bien la lira como la espada.
Toscos eran sus versos, paro ardientes, animados por el entusiasmo de la patria,
encendidos por la chipa de la fe en la victoria de la causa de su amor, el
Tirteo del Paraguay, daba ejemplo en el peligro, y ansiaba caer en primera fila,
como un héroe. Escribía versos a la luz del fogón; o teniendo el caballo de la
brida, en las avanzadas, veía pasar la muerte a su lado y en vez de enmudecer de
espanto, cantaba, porque los poetas son como los pájaros, que todo ruido los
hace cantar.
Acaso exclamaba, cornu Koerner, el bardo guerrero de Alemania, que cayó herido
de muerte en la llanura de Leipzig: «Poesía, poesia, dame la muerte a la
claridad del Sol!»
Pero Dios quiso que el profeta da la libertad y venganza no sobreviviese a la
muerte de la patria; que Natalicio Talavera no pudiese terminar la última
estrofa del himno del Porvenir.
Sucumbió en un encuentro glorioso, y entre los papeles que se encontraron en su
cartera, se halló la siguiente canción guerrera, que, como una reparación
póstuma, parece que ha sido publicada oficialmente y que se entona en el
ejército del Paraguay.
Olegario Andrade