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ELEGÍA A JACQUES ROUMAIN

Grave la voz tenía.
Era triste y severo.
De luna fue y de acero.
Resonaba y ardía.

Envuelto en luz venía.
A mitad del sendero
sentóse y dijo: —¡Muero!
(Aún era sueño el día).

Pasar su frente bruna,
volar su sombra suave,
dime, haitiano, si viste.

De acero fue y de luna.
Tenía la voz grave.
Era severo y triste.

¡Ay, bien sé, bien se sabe que estás muerto!
Rostro fundamental, seno profundo,
oh tú, dios abatido,
muerto ya como muere todo el mundo.
Muerto de piel ausente y de pulido
frontal, tu filosófico y despierto
cráneo de sueño erguido;
muerto sin ropa ni mortaja, muerto
flotando en aguas de implacable olvido,
muerto ya, muerto ya, muerto ya, muerto.

Sin embargo, recuerdo.
Recuerdo, sin embargo.
Por ejemplo, recuerdo su levita
de procer cotidiano:
la de París
en humo gris,
en persistente gris
la de París
y la levita en humo azul del traje haitiano.
Recuerdo sus zapatos,
franceses todavía
y el pantalón a rayas que tenía
en una foto, en México, de cónsul.
Recuerdo
su cigarrillo demoníaco
de fuego perspicaz;
recuerdo su escritura de letras desligadas,
independientes, tímidas, duras, de pie, a la izquierda;
recuerdo
su pluma fuente corta, negra, gruesa, «Pelikano»,
de gutapercha y oro;
recuerdo
su cinturón de hebilla, con dos letras.
(¿O una sola? No sé, me falla,
se me va en esto un poco la memoria;
tal vez era una sola, una gran R,
pero no estoy seguro...)
Recuerdo
sus corbatas, sus medias, sus pañuelos,
recuerdo
su llavero, sus libros, su cartera.
(Una cartera de Ministro,
ambiciosa, de cuero.)
Recuerdo
sus poemas inéditos,
sus papeles polémicos
y sus apuntes sobre negros.
Quizás haya también todo ya muerto,
o cuando más sean cosas de museo
familiar. Yo las conservo,
por aquí están, las guardo.
Quiero decir que las recuerdo.

¿Y lo demás, lo otro,
lo que hablábamos, Jacques?
jAy, lo demás no cambia, eso no cambia!
Allí está, permanece
como una gran página de piedra
que todos leen, leen, leen;
como una gran página sabida y resabida,
que todos dicen de memoria,
que nadie dobla,
que nadie vuelve, arranca
de ese tremendo libro abierto haitiano,
de ese tremendo libro abierto
por esa misma página sangrienta haitiana,
por esa misma, sola, única abierta página
terrible haitiana hace trescientos años.
Sangre en las espaldas del negro inicial.
Sangre en el pulmón de Louverture.
Sangre en las manos de Leclerc
temblorosas de fiebre.
Sangre en el látigo de Rochambeau
con sus perros sedientos.
Sangre en el Pont-Rouge.
Sangre en la Citadelle.
Sangre en la bota de los yanquis.
Sangre en el cuchillo de Trujillo.
Sangre en el mar, en el cielo, en la montaña.
Sangre en los ríos, en los árboles.
Sangre en el aire.
(Olvidaba decir que justamente, Jacques,
el personaje de este poema,
murmuraba a veces: —Haití
es una esponja empapada en sangre).

¿Quién va a exprimir la esponja, la insaciable
esponja? Tal vez él,
con su rabia de siglos. Tal vez él,
con sus dedos de sueño. Tal vez él,
con su celeste fuerza...
Él, Monsieur Jacques Roumain,
que hablaba en nombre
del negro Emperador, del negro Rey,
del negro Presidente
y de todos los negros que nunca fueron más que
                        Jean
                        Pierre
                        Victor
                        Candide
                        Jules
                        Charles
                        Stephen
                        Raymond
                        André.
Negros descalzos frente al Champ de Mars,
o en el tibio mulato camino de Pétionville,
o más arriba,
en el ya frío blanco camino de Kenskoff:
negros no fundados aún,
sombras, zombies,
lentos fantasmas de la caña y el café,
carne febril, desgarradora,
primaria, pantanosa, vegetal.
Él va a exprimir la esponja,
él va a exprimirla.

Verá entonces el sol duro antillano,
cual si estallara telúrica vena,
enrojecer el pávido oceano.

Y flotar sin dogal y sin cadena
cuellos puros en suelta muchedumbre,
almas no, pero sí cuerpos en pena.

Móvil incendio de afilada lumbre,
lamerá con su lengua prometida
del fijo llano a la nublada cumbre.

¡Oh aurora de los tiempos, encendida!
¡Oh mar, oh mar de sangre desbordado!
El pasado no ha pasado.
La nueva vida espera nueva vida.

Y bien, en eso estamos, Jacques, lejano amigo.
No porque te hayas ido,
no porque te llevaran, mejor dicho,
no porque te cerraran el camino,
se ha detenido nadie, nadie se ha detenido.
A veces hace frío, es cierto. Otras, un estampido
nos ensordece. Hay horas de aire líquido,
lacrimosas, de estertor y gemido.
En ocasiones logra, obtiene un río
desbaratar un puente con su brutal martillo...
Mas a cada suspiro nace un niño.
Cada día la noche pare un sol amarillo
y optimista, que fecunda el baldío.
Muele su dura cosecha el molino.
Álzase, crece la espiga del trigo.
Cúbrense de rojas banderas los himnos.
¡Mirad! ¡Llegan envueltos en polvo y harapos los primeros vencidos!
El día inicial inicia su gran luz de verano.
Venga mi muerto grave, suave, haitiano,
y alce otra vez hecha puño tempestuoso la mano.
Cantemos nuestra fraterna, canción, hermano.

              Florece plantada la vieja lanza.
              Quema en las manos la esperanza.
              La aurora es lenta, pero avanza.

Cantemos frente a los frescos siglos recién despiertos,
bajo la estrella madura suspendida en la nocturna fragancia
y a lo largo de todos los caminos abiertos en la distancia.

Cantemos, pues, querido,
pisando el látigo caído
del puño del amo vencido,
una canción que nadie haya cantado:
(Florece plantada la vieja lanza)
una húmeda canción tendida
(Quema en las manos la esperanza)
de tu garganta en sombras, más allá de la vida,
(La aurora es lenta, pero avanza)
a mi clarín terrestre de cobre ensangrentado!

autógrafo

Nicolás Guillén


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