VIII
A reposar convidas, cual la noche,
sobre la almohada de tu pecho pálido
desnudo y quieto, con quietud de muerte
que es vida eterna, a nuestre frente hundida
so el peso de nublados de dolores
tempestuosos; al reposo llamas
a la congoja de que el alma vive
quemándose a esperar. Y nuestras penas
sobre tu corazón, fuente sin corte
de humanidad eternal, como en piélago
donde se mira la quietud del cielo,
adurmiéndose sueñan. Aquietado
tu corazón en sí, su luz derrama;
se anchan desde él tus brazos sobre el mundo,
y tu silencio dícenos: «Hermanos,
venid aquí a acostar vuestros pesares;
Yo soy la luna que embalsando al valle
con laguna de leche esplendorosa
mece el ensueño». Cubre con cariño
la blanda noche de tu tenebrosa
melena de abatido nazareno
tu frente, albergue de divina idea,
y esplende blanco cual la luna el velo
de tu llagado corazón que sufre;
porque hiciste razón de tus entrañas.
La luz de Dios se espeja como en foco
dentro tu corazón, que ya no late,
y es tu cuerpo cortina trasparente
del corazón. Tu blanco pecho quieto,
de la lámpara velo, no respira:
lago sin ondas, retratando al cielo
en su quietud serena y resignada,
nos da la lumbre inmoble y sin principio.
¡Oh luz queda, sin olas, luz sin tiempo,
mar de la luz sin fondo y sin riberas,
mar de la muerte que no se corrompe
y de la vida que no pasa mar!
Miguel de Unamuno