EL BORRICO
Mi hermano el burro (lo digo
con franciscana humildad)
Mi hermano el burro camina,
si arrastrarse es caminar.
A los últimos reflejos
de la fragua occidental,
por un ribazo conduce
su extenuada humanidad.
¿Hacia dónde inclina el rumbo?
Ni él lo sabe: seres hay,
como judíos errantes
condenados a marchar.
Con el hocico en el suelo,
gachas las orejas, va,
más hondamente abstraído
que un filósofo alemán.
Piensa que todo nos burla,
que la inútil vida asnal
se condensa en breve línea:
mucho palo y poco pan.
Mientras el alma adormece
con sutil filosofar,
la estrellada noche surge
en la azul inmensidad.
Aquí se inflama un planeta,
un lucero prende allá:
saltan y cunden las chispas
de un incendio colosal.
Brotan mil constelaciones;
y elevándose del mar,
como un símbolo aparece
la remota cruz austral.
La cruz, el pérfido nuncio
de justicia y caridad,
el oprobioso instrumento
del suplicio universal.
La lleva el asno en sus lomos;
y la llevan muchos más,
no por fuera sí por dentro,
sin dejarlo sospechar.
No alza el borrico los ojos,
y adelante siempre, va,
no importándole ni un bledo
Argos, Orión y el Tucán.
Ha constatado y no olvida,
desde mucho tiempo atrás,
que los astros guardan siempre
su impasible majestad.
Aunque se atisbe y husmee,
nada se logra de allá:
no se huele ni el aroma
de un potrero sideral.
Manuel González Prada