EL SOLTERÓN
I
Largas brumas violetas
flotan sobre el río gris
y allá en las dársenas quietas
sueñan oscuras goletas
con un lejano país.
El arrabal solitario
tiene la noche a sus pies,
y tiembla su campanario
en el vapor visionario
de ese paisaje holandés.
El crepúsculo perplejo
entra a una alcoba glacial,
en cuyo empañado espejo
con soslayado reflejo
turba el agua del cristal.
El lecho blanco se hiela
junto al siniestro baúl,
y en su herrumbrada tachuela
envejece una acuarela
cuadrada de felpa azul.
En la percha del testero,
el crucificado frac
exhala un fenol severo,
y sobre el vasto tintero
piensa un busto de Balzac.
La brisa de las campañas,
con su aliento de clavel,
agita las telarañas
que son inmensas pestañas
del desusado cancel.
Allá por las nubes rosas
las golondrinas en pos
de invisibles mariposas
trazan letras misteriosas
como escribiendo un adiós.
En la alcoba solitaria,
sobre un raído sofá
de cretona centenaria,
junto a su estufa precaria
meditando un hombre está.
Tendido en postura inerte
masca su pipa de boj,
y en aquella calma advierte
¡qué cercana está la muerte
del silencio del reloj!
En su garganta reseca
gruñe una biliosa hez,
y bajo su frente hueca
la verdinegra jaqueca
maniobra un largo ajedrez.
¡Ni un gorjeo de alegrías!
¡Ni un clamor de tempestad!
Como en las cuevas sombrías,
en el fondo de sus días
bosteza la soledad.
Y con vértigos extraños,
en su confusa visión
de insípidos desengaños,
ve llegar los grandes años
con sus cargas de algodón.
II
A inverosímil distancia
se acongoja un violín
resucitando en la estancia
como una ancestral fragancia
del humo de aquel esplín.
Y el hombre piensa. Su vista
recuerda las rosas te
de un sombrero de modista..
el pañuelo de batista...
las peinetas... el corsé...
Y el duelo en la playa sola:
uno... dos... tres... Y el lucir
de la montada pistola...
y el son grave de la ola
convidando a bien morir.
Y al dar a la niña inquieta
la reconquistada flor
en la persiana discreta,
sintiose héroe y poeta
por la gracia del amor.
Epitalamios de flores
la dicha escribió a sus pies,
y las tardes de colores
supieron de esos amores
celestiales... Y después...
Ahora, una vaga espina
le punza en el corazón,
si su coqueta vecina
saca la breve botina
por los hierros del balcón;
Y si con voz pura y tersa,
la niña del arrabal
en su malicia perversa,
temas picantes conversa
con el canario jovial;
Surge aquel triste percance
de tragedia baladí;
la novia... la flor... el lance...
veinte años cuenta el romance,
Turgueniev tiene uno así.
¡Cuán triste era su mirada,
cuán luminosa su fe
y cuán leve su pisada!
¿Por qué la dejó olvidada?...
¡Si ya no sabe por qué!
III
En el desolado río
se agrisa el tono punzó
del crepúsculo sombrío,
como un imperial hastío
sobre un otoño de gro.
Y el hombre medita. Es ella
la visión triste que en un
remoto nimbo descuella;
es una ajada doncella
que le está aguardando aún.
Vago pavor le amilana,
y va a escribirla por fin
desde su informe nirvana...
La carta saldrá mañana
y en la carta irá un jazmín.
La pluma en sus dedos juega;
ya el peligro tiene el doblez;
y su alma en lo azul navega.
A los veinte años de brega
va a escribir tuyo otra vez.
No será trunca ni ambigua
su confidencia de amor
sobre la vitela exigua.
¡Si esa carta es muy antigua!
Ya está turbio el borrador.
Tendrá su deleite loco,
blancas sedas de amistad
para esconder su ígneo foco.
La gente reirá un poco
de esos novios de otra edad.
Ella, la anciana, en su leve
candor de virgen senil,
será un alabrastro breve.
Su aristocracia de nieve
nevará un tardío abril.
Sus canas, en paz suprema,
a la alcoba sororal
darán olor de alhucema,
y estará en la suave yema
del fino dedo el dedal.
Cuchicheará a ras del suelo
su enagua un vago frufrú,
¡y con qué afable consuelo
acogerá el terciopelo
su elegancia de bambú!
Así está el hombre soñando
en el aposento aquel,
y su sueño es dulce y blando;
mas la noche va llegando
y aún está blanco el papel.
Sobre su visión de aurora,
un tenebroso crespón
los contornos descolora,
pues la noche vencedora
se le ha entrado al corazón.
Y como enturbiada espuma,
Una idea triste va
emergiendo de su bruma:
¡qué mohosa está la pluma!
¡La pluma no escribe ya!
Leopoldo Lugones