EPÍSTOLA
A DON SIMÓN RODRÍGUEZ LASO, RECTOR DEL COLEGIO DE SAN CLEMENTE DE BOLONIA
Laso, el instante que llamamos vida,
¿es poco breve, di, que el hombre deba
su fin apresurar? O los que al mundo
naturaleza dio males crueles,
¿tan pocos fueron, que el error disculpen
con que aspiramos a crecer la suma?
¿Ves afanarse en modos mil, buscando
riquezas, fama, autoridad y honores,
la humana multitud ciega y perdida?
Oye el lamento universal. Ninguno
verás que a la deidad con atrevidos
votos no canse, y otra suerte envidie.
Todos, desde la choza mal cubierta
de rudos troncos, al robusto alcázar
de los tiranos donde truena el bronce,
infelices se llaman. ¡Ay! y acaso
todos lo son: que de un afecto en otro,
de una esperanza, y otra, y mil creídos,
hallan, huyendo el bien, fatiga y muerte.
Así buscando el navegante asturo
la playa austral, que en vano solicita,
si ve, muriendo el sol, nube distante,
allá dirige las hinchadas lonas.
Su error conoce al fin; pero distingue
monte de hielo entre la niebla obscura,
y a esperar vuelve, y otra vez se engaña,
hasta que horrible tempestad le cerca,
braman las ondas, y aquilón sañudo
el frágil leño en remolinos hunde,
o yerto escollo de coral le rompe.
La paz del corazón, única y sola
delicia del mortal, no la consigue
sin que el furor de su ambición reprima,
sin que del vicio la coyunda logre
intrépido romper. Ni hallarle espere
en la estrechez de sórdida pobreza,
que las pálidas fiebres acompañan,
la desesperación y los delitos,
ni los metales que a mi rey tributa.
Lima opulenta poseyendo. El vulgo
vano, sin luz, de la fortuna adora
el ídolo engañoso; la prudente
moderación es la virtud del sabio.
Feliz aquél que en áurea medianía,
ambos extremos evitando, abraza
ignorada quietud. Ni el bien ajeno
su paz turbó, ni de insolente orgullo
las iras teme, ni el favor procura;
suena en su labio la verdad, detesta
al vicio; aunque del orbe el cetro empuñe
y envilecida multitud le adore.
Libre, inocente, obscuro, alegre vive,
a nadie superior, de nadie esclavo.
¿Pero cuál frenesí la mente ocupa
del hombre, y llena su existencia breve
de angustias y dolor? Tú, si en las horas
de largo estudio el corazón humano
supiste conocer, o en los famosos
palacios donde la opulencia habita,
la astucia y corrupción, ¿hallaste alguno
de los que el aura del favor sustenta,
y martiriza áspera sed de imperio,
que un placer guste, que una vez descanse?
¡Y cómo burla su esperanza, y postra
la suerte su ambición! Los sube en alto,
para que al suelo con mayor ruina
se precipiten. Como en noche obscura
centella artificial los aires rompe,
la plebe admira el esplendor mentido
de su rápida luz; retumba y muere.
¿Ves, adornado con diamantes y oro,
de vestiduras séricas cubierto
y púrpuras del sur, que arrastra y pisa,
al poderoso audaz? ¿La numerosa
turba no ves que le saluda humilde,
ocupando los pórticos sonoros
de la fábrica inmensa, que olvidado
de morir, ya decrépito, levanta?
¡Ay! no le envidies, que en su pecho anidan
tristes afanes. La brillante pompa,
esclavitud magnífica, los humos
de adulación servil, las militares
puntas que entorno a defenderle asisten,
ni los tesoros que avariento oculta,
ni cien provincias a su ley sujetas,
alivio le darán. Y en vano al sueño
invoca en pavorosa y luenga noche;
busca reposo en vano, y por las altas
bóvedas de marfil vuela el suspiro.
¡Oh tú, del Arlas vagaroso humilde
orilla, rica de las mies de Ceres,
de pámpanos y olivos! ¡Verde prado
que pasta mudo el ganadillo errante,
áspero monte, opaca selva y fría!
¿Cuándo será que habitador dichoso
de cómodo, rural, pequeño albergue,
templo de la Amistad y de las Musas,
al cielo grato y a los hombres, vea
en deliciosa paz los años míos
volar fugaces? Parca mesa, ameno
jardín, de frutos abundante y flores,
que yo cultivaré, sonoras aguas
que de la altura al valle se deslicen,
y lentas formen transparente lago
a los cisnes de Venus, escondida
gruta de musgo y de laurel cubierta,
aves canoras, revolando alegres
y libres como yo, rumor süave
que en torno zumbe del panal hibleo,
y leves auras espirando olores;
esto a mi corazón le basta... Y cuando
llegue el silencio de la noche eterna,
descansaré, sombra feliz, si algunas
lágrimas tristes mi sepulcro bañan.
Leandro Fernández de Moratín