LA SOLEDAD
La soledad cerró los ojos, puso
los codos en la tabla de la mesa
y esperó a que raíces le creciesen
desde la tierra antigua. Silenciosas
corrientes aportaron sus substancias
desde viejos residuos de tristeza.
Niños abandonados de sus juegos,
bocas donde murieron las sonrisas,
muchachas con cuchillos en los labios
por el hielo acerado de los besos
no ofrecidos, mujeres que abortaron
desde el quicio mortal de abandono,
hombres que sus dos manos sorprendían
como palomas muertas, transeúntes
hacia el último tren de los suburbios
drogadictos sin viaje de regreso,
bebedores de lágrimas alcohólicas,
tránsfugas del amor y sus suicidios,
ahogados con el légamo del tedio
chorreando en los ojos, ganapanes
del miedo, cargadores de baúles
oscuros de la noche, jornaleros
de la desilusión y sus espigas,
rebeldes con sus noes en la cintura,
con sus protestas hechas flor de trapo.
Por la mesa subían las raíces
para nutrir la soledad, los codos
se llenaban de sabias ancestrales,
de amargos jugos como sangre, tallos
retoñaba la tabla bajo el hueso
y de la soledad nacían hojas.
Pasaba el mundo, ensordecido ejército:
la soledad oyó sus carromatos
con lenta indiferencia
y se arrancó del pecho algunas ramas.
Leopoldo de Luis