LUCÍA
Yo abría las ventanas de la cámara desnuda y fiaba el nombre de la ausente a los errores de una ráfaga insalubre. Mi voz combatía una lápida, imitaba el asalto del ave del océano sobre el fanal.
Yo adivinaba los acentos claros del alba, salía de mi retiro y pisaba con reverencia y temor la escalinata roída por la intemperie. Yo divertía la pesadumbre con la vista de un horizonte diáfano. El fresno y el pino menudeaban lejos y a la ventura en el país de lagos y raudales.
Yo me censuraba fielmente. Quería atinar un desliz de ineptitud o de apatía en el proceso de sus dolores inhumanos y no recordaba sino mi actividad y mi presencia continua en el aposento. Su muerte reprodujo el semblante de la agonía de Jesús.
Las brumas lentas nacían, al empezar la noche, de los pozos del agua pluvial, sosegaban los ruidos y se perdían en la vivienda alucinada.
Los velos del agua palúdica facilitaron el regreso de la virgen asidua. Se allanó a dejar en mis manos, señal de reconocimiento, la presea de su candor. Me devolvió la corona de su frente.
José Antonio Ramos Sucre