LAS SUPLICANTES
Las mujeres fugitivas se prosternan a los pies del rey y se expresan en voces entrecortadas, sin ordenar el cuento de su desgracia.
El rey no consigue entenderlas sino cuando se aparta a un lado con la más serena y diserta.
No podían sufrir los oprobios de su señor. Se horrorizaban de sus bigotes lacios, de su cara cetrina, de su vientre descolgado sobre unas piernas de enano.
Yo salí inmediatamente a impedir la generosidad del rey y lo disuadí de salvar a las fugitivas.
Yo había dominado, en esos días, una sedición entre las mujeres de mi serrallo. Se dejaron aconsejar de un eunuco malicioso y deforme, comparado por ellas mismas al cebú.
Yo le había inferido el agravio más pesado entre los musulmanes, arrojándole al rostro una de mis pantuflas cuando me hallaba enfurecido por un brebaje de cáñamo.
Las suplicantes fueron devueltas a su dueño por mi consejo y bajo mi dirección. Marcharon a pie, atadas entre sí por los cabellos, a través de un arenal ardiente y bajo el azote de uno de mis esclavos.
Yo las puse en manos de su amo y le recomendé un castigo memorable.
Las paseó, en medio de la gritería popular, montadas de espaldas sobre unos camellos roídos de sarna.
Unas viejas les salieron al encuentro, dirigiéndoles motes desvergonzados y lanzándoles puños de la basura de la calle.
José Antonio Ramos Sucre