EL FESTÍN DE LOS BUITRES
Había pedido la seguridad y el atrevimiento después de sacrificar a su mujer. La había sorprendido en una entrevista con el enemigo y le infirió la muerte antes de escuchar la primera disculpa.
Había quedado solo y casi inerme. La tribu peregrina había sucumbido en la porfía con ejércitos regulares. El superviviente no contaba otros bienes sino su caballo y un carro encomendado a la fuerza de sus canes y en donde se guarnecía de la lluvia. Habría muerto de hambre si no se atreviera con las raíces incultas y con las viandas aprovechadas por los gitanos en su dieta indigente.
Recibía a cada instante una advertencia de la suerte. Llegó a desconocer el ruido de sus propios pasos y giró sobre sí mismo para defenderse. Un aparecido acostumbraba interrumpirle el sueño, violentando la puerta de su vivienda en medio de la jauría consternada.
El proscrito decidió abandonarse a merced de los sucesos. Se encontró fortuitamente con una mendiga lastimosa el día de caer prisionero y de ser victimado. La ancianidad la había convertido en una grulla de muletas.
La mendiga deseaba el fin de la guerra continua, en donde había perdido sus hijos, y se prestaba al oficio de espía.
Los vencedores sobrevinieron por vías distintas y desvanecieron el último ademán de la defensa. Lo hirieron a satisfacción.
La mendiga se limitó a sellar con un puño de tierra la faz del héroe.
José Antonio Ramos Sucre