LA ALBORADA
El revuelo de las golondrinas impide la serenidad de la mañana celeste. Las aves seráficas observan su voto de júbilo y pobreza. Sugieren una emoción nostálgica y piadosa. Desaparecen repentinamente, inspirando la sospecha de acudir al llamamiento de un ermitaño benévolo y anciano.
Las iglesias vetustas de la ciudad episcopal, habitada por colegiales y doctores, conciertan ocasionalmente sus campañas
El enfermo registra el contorno desde un balcón retirado profundamente en su casa hermética. Permanece, vestido de blanco, en una silla poltrona. Deja ver, en el rostro cándido y marchito, los efectos de un mal contraído desde la niñez.
He velado la noche entera, sintiendo los sones de una orquesta lejana, a través del aire veleidoso. La música insinuaba el pasatiempo de la danza en una sala radiante.
El enfermo ha desechado la fe de sus mayores. Sobrelleva el ocio prolijo siguiendo el pensamiento de filósofos desolados y réprobos y penetrando los secretos de los idiomas antiguos, de belleza lapidaria. Rememora la amenaza de la fatalidad, las leyes inexorables del universo en estrofas de sonoridad latina.
El enfermo se envuelve la faz con un lienzo recogido de sus hombros. Quiere ocultar a las miradas de su criada afectuosa el sentimiento de su última composición y la dice en voz baja y suave.
El poeta se burla del privilegio del genio, merced diabólica transformada en cenizas. La calavera del símbolo domina en su canto de soledad y amargura y anuncia, por medio de una trompeta de bronce, la soberanía perenne del olvido.
José Antonio Ramos Sucre