EL RAJÁ
Yo me extravié, cuando era niño, en las vueltas y revueltas de una selva.
Quería apoderarme de un antílope recental. El rugido del elefante salvaje me llenaba de consternación. Estuve a punto de ser estrangulado por una liana florecida.
Más de un árbol se parecía al asceta insensible, cubierto de una vegetación parásita y devorado por las hormigas.
Un viejo solitario vino en mi auxilio desde su pagoda de nueva pisos. Recorría el continente dando ejemplos de mansedumbre y montado sobre un búfalo, a semejanza de Lao-Tse, el maestro de los chinos.
Pretendió guardarme de la sugestión de los sentidos, pero yo me rendía a los intentos de las ninfas del bosque.
El anciano había rescatado de la servidumbre a un joven fiel. Lo compadeció al verlo atado a la cola del caballo de su señor.
El joven llego a ser mi compañero habitual. Yo me divertía con las fábulas de su ingenio y con las memorias de su tierra natal. Le prometí conservarlo a mi lado cuando mi padre, el rey juicioso, me perdonase el extravío y me volviese a su corte.
Mi desaparición abrevió los días del soberano. Sus mensajeros dieron conmigo para advertirme su muerte y mi elevación al solio.
Olvidé fácilmente al amigo de antes, secuaz del eremita. Me abordó para lamentarse de su pobreza y declararme su casamiento y el desamparo de su mujer y de su hijo.
Los cortesanos me distrajeron de reconocerlo y lo entregaron al mordisco sangriento de sus perros.
José Antonio Ramos Sucre