MITO
El rey sabe de los motines y asonadas provocados por los descontentos en torno de la misma capital. Recibe a cada paso un mensajero de semblante mustio. Se traba un diálogo sobresaltado en torno de una noticia ambigua.
El soberano imagina la devastación de una zona feraz y el exterminio de sus labradores. Una tribu cerril se ha aprovechado de la confusión del reino y lo ha invadido en carros armados de hoces. Unas brujas desvergonzadas, consejeras de los caudillos montaraces, vociferan sus vaticinios en medio de los residuos negros de las hogueras. A través del aire calentado se distingue un sol rojo, de país cálido.
Los hombres de la tribu cerril trasportan unas tiendas de cuero sobre el lomo de sus perros desfigurados, ávidos de sangre, y se establecen con sus mujeres, a sus anchas y cómodas, en cavernas practicadas en el suelo. Reservan las tiendas para sus jefes.
El rey consulta en vano el remedio del estado con los capitanes antiguos, de barba pontifical y de elocución breve.
El príncipe, su hijo, sobreviene a interrumpir el consejo, en donde reina un silencio molesto. Inventa los medios saludables y los recomienda en un discurso fácil. Posee la idea virtual y el verbo redentor. Acaba de salir de la compañía de los atolondrados.
Los veteranos se retiran ceremoniosos y esperanzados y se sujetan a sus órdenes. La presencia del joven suprime las fluctuaciones de la victoria y neutraliza el ardid de los rebeldes.
El héroe ha salido al peligro con la asistencia de una muchedumbre ensimismada.
El día de su regreso, las mujeres hermosas entonan, desde la azotea de los palacios de la capital, un himno de antigüedad secular en alabanza del arco iris.
José Antonio Ramos Sucre