EL NÓMADE
Yo pertenecía a una casta de hombres impíos. La yerba de nuestros caballos vegetaba en el sitio de extintas aldeas, igualadas con el suelo. Habíamos esterilizado un territorio fluvial y gozábamos llevando el terror al palacio de los reyes vestidos de faldas, entretenidos en juegos sedentarios de previsión y de cálculo.
Yo me había apartado a descansar, lejos de los míos, en el escombro de una vivienda de recreo, disimulada en un vergel.
Un aldeano me trajo pérfidamente el vino más espirituoso, originado de una palma.
Sentí una embriaguez hilarante y ejecuté, riendo y vociferando, los actos más audaces del funámbulo.
Un peregrino, de rostro consumido, acertó a pasar delante de mí. Dijo su nombre entre balbuceos de miedo. Significaba Ornamento de Doctrina en idioma litúrgico.
La poquedad del anciano acabó de sacarme de mí mismo. Lo tomé en brazos y lo sumergí repetidas veces en un río cubierto de limo. La sucedumbre se colgaba a los sencillos lienzos de su veste. Lo traté de ese modo hasta su último aliento.
Devolvía por la boca una corriente de lodo.
Recuperé el discernimiento al escuchar su amenaza proferida en el extremo de la agonía.
Me anunciaba, para muy temprano, la venganza de su ídolo de bronce.
José Antonio Ramos Sucre