LA PLAGA
Mi compañero, inspirado de una curiosidad equívoca y de una simpatía vehemente por los seres abatidos y réprobos, andaba de brazo con una joven extraviada.
Intenté disuadirlo de semejante compañía, alegando el porte censurable de la mujer, afectada por la memoria de un hermano vesánico, autor de su propia muerte.
Nos separamos una noche memorable. Las fortunas se hacían y deshacían en el garito de mayor estruendo. Los reverberos derramaban una luz clorótica y aguzaban la fisonomía de los tahúres. La angustia electrizaba el aire del recinto y reprimía el aplauso y la risa de las mujeres livianas.
Una muchedumbre de insectos alados, cayó, el día siguiente, sobre la ciudad y difundió una peste contagiosa. Sus larvas se domiciliaban en los cabellos de los hombres y desde allí penetraban a devorar el encéfalo, socorridas de un mecanismo agudo. Arrojaban de sí mismas un estuche fibroso para defenderse de alguna loción medicinal. Herían, de modo irreparable, los resortes del pensamiento y de la voluntad. Los infectados corrían por las calles dando alaridos.
Mi compañero se resistió a mi consejo de huir y vino a perecer, sin noticia de nadie, en su vivienda del suburbio.
Los naturales del reino se abstenían de pisar el contorno de la ciudad precita. Los agentes del orden, asentados en lugares oportunos, impedían la visita de los rateros y circunscribían la zona del mal.
Yo arrostré la prohibición y
conseguí descubrir la suerte de mi amigo.
Abrí, después de algún
forcejeo, la puerta de su casa y lo vi tendido en el suelo, mostrando
haberse revolcado.
Unas arañas, de ojos fosforescentes y de patas blandas y trémulas, saltaban ágilmente sobre su cadáver. La nueva ralea había despoblado la ciudad, corriendo en pos de los supervivientes.
José Antonio Ramos Sucre