EL TALISMÁN
Vivía solo en el aposento guarnecido de una serie de espejos mágicos. Ensayaba, antes de la entrevista con algún enemigo, una sonrisa falsa.
Había exterminado las hijas de los pobres, raptándolas y perdiéndolas desdeñosamente. Alberto Durero lo descubrió una noche en solicitud de una incauta. El galán se había provisto de un farol de ronda para atisbar a mansalva y volvió a su vivienda después de un rodeo infructuoso y sobre un caballo macilento. El artista dibujó, el día siguiente, la imagen del caballero en el acto de regresar a su guarida. Lo convirtió en un espectro cabalgante y le sustituyó el farol de ronda por el reloj de arena.
El caballero habita una casa desprevenida de guardianes, sumida en la sombra desde la puesta del sol. No se cuenta de ningún asalto concertado por sus malquerientes.
Se abandona sin zozobra al sueño inerme. Fía su seguridad al efluvio de una redoma fosforescente, en donde guarda una criatura humana, el prodigio mayor del laboratorio de Fausto.
José Antonio Ramos Sucre