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LA ISLA DE LAS MADRÉPORAS

    Los salvajes miran una mueca en el rostro de la luna. Se llenan de susto e imputan al ogro nocturno alguna ofensa infligida al astro malignante.

    Sintieron durante el sueño sus pisadas rotundas. Debía de apoyar en ese momento su talla desemejable sobre un asta arrancada del bosque.

    El más gallardo de los mozos se dispone a salir en demanda de la ballena. Los compañeros celebran sus hazañas de cazador, su impavidez en el escalamiento de las montañas y traen su genealogía  del buitre carnicero.

    Un lamento del bosque desaconsejaba la empresa del joven caudillo y sonó más fuertemente al salir en su nave de velamen de esparto.

    Los compañeros lo seguían cabizbajos y se equivocaban a menudo en la maniobra.

    El joven cazador, esperanza de una sociedad natural, divisa un pez deleznable y lo persigue apasionadamente. Los compañeros se quejan de la caza infructuosa y proponen el retorno.

    El joven caudillo pierde el dominio de sí mismo y solicita derechamente su ruina. Se enreda en la soga del arpón y lo dispara consumiendo el esfuerzo de su brazo.

    El pez herido lo arrastra al abismo de las aguas y un torbellino de gaviotas señala, días enteros, el paraje del suceso.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«Las formas del fuego» (1929)

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