EL ENSUEÑO DEL CAZADOR
Yo me había avecindado en un país remoto, donde corrían libres las auras de los cielos. Recuerdo la ventura de los moradores y sus costumbres y sus diversiones inocentes. Habitaban mansiones altas y francas. Se entretenían en medio del campo, al pie de árboles dispersados, de talla ascendente. Corrían al encuentro de la aurora en naves floridas.
Se decían dóciles al consejo de sus divinidades, agentes de la naturaleza, y sentían a cada paso los efectos de su presencia invisible. Debían abominar los dictados del orgullo e invocarlas, humildes y escrupulosos, en la ocasión de algún nacimiento.
Señalaban a la hija de los magnates, olvidados de la invocación ritual, y a su amante, el cazador insumiso.
El joven había imitado las costumbres de la nación vecina. Renegaba el oficio tradicional por los azares de la montería y retaba, fiado en sí mismo, la saña del bisonte y del lobo.
Olvidó las gracias de la armada y las tentaciones de la juventud, merced a un sueño desvariado, fantasma de una noche cálida. Perseguía un animal soberbio, de giba montuosa, de rugidos coléricos, y sobresaltaba con risas y clamores el reposo de una fuente inmaculada. Una mujer salía del seno de las aguas, distinguiéndose apenas del aire límpido.
El cazador despertó al fijar la atención en la imagen tenue.
Se retiró de los hombres para dedicarse, sin estorbo, a una meditación extravagante.
Rastreaba ansiosamente los indicios de una belleza inaudita.
José Antonio Ramos Sucre