LA HIJA DE VALDEMAR
Los pinos aparecen humildes al pie del palacio que alzaron con exaltación de aves de presa hombres soberbios. Su mole oculta durante algún tiempo el ascenso de la luna después que ha evadido el lomo del monte. Su fábrica imponente deprime el osado proyecto del normando, que sólo se acerca en son de paz. Concuerda con el sitio agreste donde el torrente cae desde la cima silenciosa, frecuentada por águilas, e impera el misterio de la vecina selva. Recibe del pasado luctuoso una tremenda majestad que turban con el favor de la noche los duendes vocingleros.
La flor oculta en una gruta no se consume con mayor desdicha que la hija del señor en el recato de la torre, muy cerca de las nubes revueltas en la fuga de los vientos glaciales. Demora en medio de la tempestad con la osadía del ave en el vértice de un mástil. Se alivia del clima helado, del cielo oscuro, del paisaje desierto, del árbol verdinegro con el espectáculo de la nieve. Recuerda entonces el mármol blanco y frío que guarda los despojos de su madre, a cuyo lado anhela descansar.
Disfruta apenas la compañía del ciervo familiar, cuya enramada testa abate la tierna gala de los montes y prefiere el espejo de los lagos yertos. Ella lo tiene bajo sus pies cuando suscita la angustia honda y trémula del arpa.
Canta el amoroso duelo del invierno que arriba del norte a funerales nupcias con la tierra; el extravío de los navegantes en el mar despoblado; la amenaza del pez deforme y la masa del témpano; el desmayo del náufrago en la noche inmensa; la luna blanca y torva que es nuncio de la muerte.
Escapa al cautiverio por la mística fuerza del canto encumbrado y solitario. Cultiva el divino atributo a la manera del pío ejercicio que consume la vida y apresura el tiempo. Espera la hora última con himno melodioso por merecer de tal modo el sitio que la fe del país augura entre las almas aladas y errantes. Venturosa esperanza, rescate liberal del duro encierro: una vez libre y con la nueva forma, seguirá a las aves en el viaje al Sur festivo y musical.
José Antonio Ramos Sucre