CIEGOS
I
No le dieron el cetro la intriga,
ni la torpe ambición, ni el engaño,
ni la sangre que vierten los hombres
que se roban el oro y el mando.
Dios los puso de todos los tronos
en el trono más puro y más alto,
y subió como siervo que sube
con al cruz del deber al Calvario.
¡Y subió con el santo derecho
del Príncipe santo,
sin las náuseas del odio en el alma,
sin la mueca del triunfo en los labios,
sin mancha en la frente,
sin sangre en las manos!...
Era el trono, entre Dios y los hombres,
dulcísimo lazo,
pararrayos divino del mundo,
concordia entre hermanos,
faro en las tinieblas,
orden en el caos.
Y el Ungido miraba a sus hijos,
y lloraba de amor al mirarlos...,
¡tan débiles todos!...,
¡todos tan amados!...
Y tornaba los ojos al cielo,
y alzaba los brazos,
y del cielo a raudales caían,
al subir la oración de sus labios,
luces en su mente,
bienes en sus manos...
y en la grada más alta del trono,
mirando hacia abajo,
temblando de amores,
de amores llorando...,
soberano, radiante, divino,
sublime, inspirado,
como blanca visión de los cielos,
como Padre de amores avaro,
que a sus hijos quisiera traerles
la gloria en pedazos...,
dulce, generoso,
solemne, magnánimo,
derramaba la luz de su mente
y el bien de sus manos,
inundando de efluvios de cielo,
del mundo los ámbitos.
II
¡Se resiste la mente a creerlo!
¡Se resiste la lira a cantarlo!
La legión de los hombres impíos,
la legión de los hijos ingratos,
ante el trono del Príncipe justo,
del Príncipe sabio,
ante el trono del Padre amoroso,
del Padre injuriado,
congregados por vientos de abismos,
rugieron, gritaron...
¡Lo mismo que aquellos
que escuchaba el cobarde Pilatos!
Y rodó la corona del justo,
y a la cárcel al justo llevaron,
¡y vive en la cárcel, por ellos gimiendo,
por todos orando!
¡Se resiste a creerlo la mente!
¡Se resiste la lira a cantarlo!
Y una sola cuerda,
que responde al pulsarla mi mano,
solo quiere cantar esta estrofa,
que repite con ecos airados:
«¡Ay de los impíos!
¡Ay de los ingratos
que coronan de agudas espinas
las sienes de un santo,
la frente de un Padre,
la cabeza de un débil anciano!...»
José María Gabriel y Galán