LOS SEDIENTOS
I
Vagando va por el erial ingrato,
detrás de veinte cabras
la desgarrada muchachuela virgen,
una broncínea enflaquecida estatua.
Tiene apretadas las morenas carnes,
tiene ceñuda y soñolienta el alma,
cerrado y sordo el corazón de piedra,
secos los labios, dura la mirada...
Sin verla ni sentirla,
la estéril vida arrastra
encima de unas tierras siempre grises,
debajo de unas nubes siempre pardas.
Come pan negro, enmohecido y duro,
bebe en los charcos pestilentes aguas,
se alberga en un cubil, viste guiñapos,
y se acuesta en un lecho de retamas.
No sueña cuando duerme,
no piensa cuando vela desvelada;
si sufre, nunca llora;
si goza, nunca canta,
y vive sin terrores ni deleites,
que no la dicen nada
ni los fragores de las noches negras,
ni los silencios de las noches diáfanas,
ni el rebullir del convecino sapo,
ni los aullidos de la loba flaca
que yerra sola venteando carne
de chivos y de cabras.
Nunca sintió las alboradas tristes,
nunca sintió las bellas alboradas,
ni el ascender solemne de los días,
ni la caída de las tardes mansas,
ni el canto de los pájaros,
ni el ruido de las aguas,
ni la nostalgia del rumor del mundo,
ni los silencios que el erial encalman.
Su padre fue el pecado;
su madre, la desgracia,
y otra pareja infame
de carne estéril y de infames almas
la robó de la cuna de los huérfanos
con hórrida codicia calculada.
El mirar de sus ojos ofendidos
por el erial resbala
como el osado pensamiento humano
que osa escrutar los reinos de la nada.
Ciegos los ojos, sordos los oídos,
la lengua muda y soñolienta el alma,
vagando va por el erial escueto
detrás de veinte cabras
que las tristezas del silencio ahondan
con la música opaca
del repicar de sus pezuñas grises
sobre grises fragmentos de pizarras.
II
Al otro lado del sereno río
que el borde del erial lavando pasa,
Naturaleza derramó unos montes
donde hay rumores que el oír regalan,
donde hay ambientes que la sangre sedan,
donde hay perfumes que el cerebro embargan,
donde hay salud que vigoriza el cuerpo
y paz muy honda que equilibra el alma,
luz de torrentes, música a raudales
y un sordo hervir de vigorosa sabia
que en los pimpollos se resuelve en yemas
y tronco abajo se desliza en lágrimas,
cogüelmo de la vida que revierte
de la tierra otra vez en las entrañas.
Por esos montes que robusto crían
todo lo vivo que en sus senos guardan,
vaga un hermoso zagalón impúber
detrás de veinte vigorosas cabras
cuyas duras pezuñas no repican
sobre estériles lechos de pizarras
pues tiene el monte alfombras
espléndidas y blandas,
musgo de terciopelo en los peñascos
y tréboles de seda en las cañadas.
Borracho de salud vaga por ella
el alegre zagal de vida errática.
Con la inconsciencia de los niños piensa,
con el vigor de los cabritos salta,
con la lujuria del boscaje crece,
con la alegría de la alondra canta.
Él es el limo de las tierras vírgenes,
él es promesa de las tierras áridas,
él es estrofa del amor dormido,
él un vaso de savia
que en abundancia de cogüelmo rico
rebosará mañana.
Y entonces el salvaje solitario
clavará las pupilas dilatadas
en la virgen sedienta
del páramo sediento que la mata,
y sediento de amor, ebrio de vida,
desnudos cuerpo y alma,
querrá cruzar el espumoso río,
querrá posar en el erial la planta,
querrá quebrar en el trabajo el cuerpo,
querrá dormir en el amor el alma...
¡Hombres de la cultura!,
tended un puente sobre aquellas aguas...,
que se acerquen los hijos de los hombres,
que se junten los hatos de las cabras,
¡que del monte feraz pasen al páramo
del amor y el trabajo las sustancias!
José María Gabriel y Galán