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EL CANTO DEL CISNE

Dejó caer el bardo moribundo
la cabeza en el hombro de su amada;
miró el mar, miró el cielo, miró el mundo,
y a todo dijo adiós con la mirada.

Y miró el sol sin pestañear, sin miedo,
al sol que declinaba en ese instante,
y habló así, señalando con su dedo
el disco del sangriento agonizante:

—Mira, amada, ese sol que paso a paso
va descendiendo como inmensa bola
de fuego, y que nos ve desde su ocaso
juntos, mañana te verá a ti... sola.

Cuan feliz ese sol que se engalana
para expirar, y su vivir no trunca,
porque ese sol te mirará mañana,
yo, ni mañana, ni después, ni nunca.

Mañana ese gran sol que es mago experto
abrirá con sus dardos vibradores
los picos de las aves en tu huerto,
y en tu jardín los labios de tus flores.

Ese sol todo luz, todo energías,
volverá con su faz, siempre lozana,
al nacer, a decirte: «buenos días»,
y a decirte al morir: «hasta mañana».

Él volverá de cielos apartados
a confundir sus oros con las densas
ondas de rubios hilos perfumados
que fulgen en los cables de tus trenzas.

Y volverá desde la cumbre agreste,
con su cortejo de celajes rojos,
a ver él —dueño del azul celeste—
un azul más azul: el de tus ojos.

Cuán feliz ese sol que te despierta
todos los días, que vendrá mañana
a asomarse al resquicio de tu puerta
y a colarse otra vez por tu ventana.

Y yo no volveré; ya la esperanza
de vivir y de verte en esta vida,
que mi razón a comprender no alcanza,
se va, se va como mi fe perdida.

Mira cómo se muere en lontananza
el postrer rayo de la tarde, mira,
así se está muriendo mi esperanza:
oye mi corazón cómo suspira.

Pon en mi pecho tu cabeza, escucha:
¿no oyes como el rumor de un miserere?
¿como el fin angustioso de una lucha?
Es mi pobre esperanza que se muere;

Es mi pobre esperanza que se esfuma
como si ese último rayo en la tiniebla;
mírala... ya se va... copo de espuma.
Bésame... ya se fue... gasa de niebla.

Así dijo el poeta. Su pupila
volviose hacia las cumbres de la muerte,
y su cabeza resbaló tranquila
con los ojos inmóviles, inerte.

Sollozante la amada
lanzó un ¡ay! —gota que el dolor destila—;
miró el azul, y un cálido reproche
iba a exhalar, cuando, maravillada,
vio que surgía como etéreo broche,
bajo la ardiente comba encresponada,
otro sol en la cima de la noche.



Julio Flórez


«Oro y ébano» (1925)

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