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SOLOS

                I

Estaba el cielo inconsolable. El día
gris; a lo lejos, como negro muro,
se dibujaba el horizonte oscuro
tras de la niebla perezosa y fría.

Tiritaban los árboles. La umbría
selva su aliento embalsamado y puro
desparramaba en el ambiente, al duro
golpe del recio vendaval. Llovía...

¡Pálido el sol en el siniestro fondo
de hosca nube, mostraba su marchito
semblante cadavérico y redondo;

mientras que alzando su tremendo grito,
copiaba el mar, desenfrenado y hondo,
la inmensa lobreguez del infinito!

                II

Sus invisibles alas de tristeza
desperezaba en lo insondable; el mundo
parecía temblar en lo profundo
de aquella singular naturaleza.

Tu fragante y undívaga cabeza,
en cuyo aroma mi semblante inundo,
acariciaba el viento vagabundo
al traspasar la frígida maleza.

¿Te acuerdas? ¡Solos! ¡Desde aquella gruta
que adorna el liquen y perfuma el monte
mientras la sombra su recinto enluta,

con las trémulas manos enlazadas
mirábamos al lúgubre horizonte
borrarse entre las nieblas desgarradas!

                III

¡Ah!... de esa gruta entre la negra boca
vibra aún nuestro amor, nuestra ventura
presa está allí, y un eco de ternura
parece resonar de roca en roca.

¡Los ósculos ardientes que en mi loca
y honda explosión de júbilo en tu pura
frente imprimí, palpitan en la oscura
selva glacial, que mi memoria evoca!

Ya por eso el verano con su lumbre
jamás me alegra, aunque sus rubias alas
llenen los bosques de esplendor eterno,

¡Y hoy solamente hacia la yerta cumbre
de un horizonte lívido y sin galas
van mis ojos en busca del invierno!



Julio Flórez


«Oro y ébano» (1925)

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