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LXVIII

Siempre se emborrachaba y se dormía
en los más degradantes bodegones;
y al despuntar el resplandor del día,
llena de mudas aflicciones,
vino al bodegonero le pedía.

Y acercando la copa al labio yerto,
sin placer apuraba un vino impuro;
y, con la triste palidez de un muerto,
en la pared del bodegón obscuro
fijaba el ojo de mirar incierto.

Las rameras lo amaban; en la orgía
quizás era entre todos el primero:
porque a veces cantaba, se reía,
improvisaba versos y sabía
regalarles a aquéllas su dinero.

Pero el monstruo implacable del hastío,
lo halló en su senda, y en el alma mustia
le clavó el diente venenoso y frío;
y se llenó su corazón de angustia,
cual se llena de sombras el vacío.

Sus amigos decíanle: —¡Detente!
(ebrio al mirarlo y triste y silencioso)
rodando vas por desigual pendiente.
Pero él todo lo oía indiferente.
¡Meditaba en un algo tenebroso!

Todo fue en vano: al fin, una mañana,
entre viejos toneles de cerveza,
dobló la mustia faz, antes lozana,
y se rompió de un tiro la cabeza,
dando así fin a su existencia vana.



Julio Flórez


«Gotas de ajenjo» (1910)

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