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XXIII

¡Oh, tú, la más hermosa de todas las mujeres!
Tú, que clavaste tantos agudos alfileres
en esta mariposa que llaman corazón.
En esta mariposa que destrozaste, y luego
pedazo por pedazo la fuiste echando al fuego
candente de tu loca y efímera pasión.

Recoge las cenizas de sus dolientes alas,
devuélvele sus brillos, devuélvele sus galas,
devuélvele la vida... y enséñala a volar.
Y mátala mil veces, si así lo necesitas,
con tal que le vuelvas la vida que le quitas
en tantas veces cuantas la acabes de matar.

Sabiendo tus perfidias y extraños devaneos,
aquella mariposa ceñida a tus deseos
irá a donde tú vayas... sin miedo de morir:
porque sabrá ya entonces que aunque la despedaces,
recobrará la vida, tras términos fugaces,
con verte un solo instante llorar o sonreír.



Julio Flórez


«Gotas de ajenjo» (1910)

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