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XVI

Cruzó como un relámpago el vacío,
bajo el trémulo palio de las frondas;
y cayó, de cabeza, en pleno río,
destrozando el espejo de las ondas.

Tres veces resurgió su cuerpo impuro
—su cuerpo encenegado en la molicie—
y otras tantas hundióse en el oscuro
fondo, bajo la rota superficie.

Después... flotó el cadáver en el agua,
en donde el sol, al expirar, ponía
el último reflejo de su fragua.

¡Y el cadáver se fue... con las abiertas
pupilas asombradas: lo seguía
un callado cortejo de hojas muertas!

                *   *   *

¡Agucé mis ternuras hasta vivir de hinojos
a sus plantas, en éxtasis: tal fue mi idolatría
sin ver más luz que el lampo divino de sus ojos,
ni ansiar más gloria que una: llamarla mía, mía.

Un pescador la extrajo del agua el otro día.
La vi... Y entonces tuve frenéticos antojos
de ceñirme a su yerta carne por si podía
animar el turgente mármol de sus despojos.

Me contuvo un amigo... el más amado: un hombre
cuyo nombre me callo... porque no importa el nombre.
—No te enloquezcas— dijo —ya que no fuiste experto:

esa mujer que serte constante y fiel juraba,
te engañaba conmigo, y, oye: Nos engañaba
con otro... ¡y por ese otro, es por quien ella ha muerto!



Julio Flórez


«Gotas de ajenjo» (1910)

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