VII
—¿Escuchas?
—Sí.
—¿Qué escuchas?
—Un gorjeo
que brota de los labios de mi amada.
—¡Soñador! Es tu madre que murmura,
puesta de hinojos, funeral plegaria.
—¿Escuchas?
—Sí.
—¿Qué escuchas?
—¡El crujido
del vaporoso traje de mi amada!
—¡Soñador! No te engañes, es que cosen
un sudario de lienzo tus hermanas.
—¿Ves?
—¡Sí!
—¿Qué ves?
—El ardoroso brillo
que despiden los ojos de mi amada!
—¡Soñador! Es la aurora que despunta
en el mundo intangible de las almas.
—¿Sientes?
—¡Oh sí!
—¿Qué sientes?
—¡Ella! ¡Ella!
En este instante, ¡mírala...! ¡me abraza!
—¡Soñador! ¡No te engañes... no delires...
soy yo, soy yo... contempla mi guadaña!
Dijo esto con sardónica ironía
la Muerte... Y alejose de la estancia.
El poeta exhaló su último aliento,
y su espíritu huyó como una ráfaga.
Después, madre y hermanas, todas juntas,
alrededor de un féretro lloraban.
En la calle reían... y a lo lejos
doblaban por un muerto los campanas.
Julio Flórez