EN EL CEMENTERIO
Cuando todos se alejaron de la blanca tumba aquella,
donde sola, muda y fría
se quedaba ella... ¡ella!
¡La adorada muerta mía!
Al ver toda su hermosura
para siempre desligada
de mi vida
y escondida
en la callada
sepultura,
con terrible voz, que aún oigo, grité: «¡Muerte despiadada!,
dime, ¿toda su belleza tornárase en polvo? Dime,
para el ser que implora y gime,
al final ¡qué queda entonces de esta trágica jornada!».
Pero nadie respondía;
sólo el eco repetía
el final de aquella frase: ¡nada!... ¡nada!... ¡nada!
¡nada!
Julio Flórez