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RESONANCIAS

¡Trueno!... Enorme alarido
de la negrura desgarrada, fiera
voz del gran nubarrón, que, suspendido
de azul, mancha la infinita esfera:
¡yo aplaudo tu estallido!

Hijo del rayo torvo, de ese inicuo
devastador que ciegamente mata
con su visaje lúgubre y oblicuo
cuando el ciclón su cólera desata:
¡tu fragor me enajena y me arrebata!

¿De qué caverna del abismo sales?
¿De qué confín remoto
vienes y a que rincones siderales
llevas tu inmensa voz de terremoto?

¡Tu largo y poderoso tableteo,
que asorda el horizonte,
no me infunde pavor, sino deseo
de ver tu carro bronco y giganteo
despeñarse y rodar de monte en monte!

Atambor soberano
del gran combate negro
de los hondos azules:
de cielo y oceano:
¡cuando te oigo, me alegro!

Cuando atraviesas los rugosos tules
de las nubes plomizas,
semejantes a lívidos montones
de apretadas cenizas,
rotos por los soberbios aquilones
del rayo entre las ráfagas rojizas,
gozo tanto al oírte,
como la ola que la espuma esmalta
y muge y corre y se encabrita y salta
sin que le importe la traidora sirte!

¡Al escucharte gozo,
porque tu voz es signo de bonanza;
nada importa el destrozo
mientras brille el fanal de la esperanza!

Tu voz, pasma y aterra,
¡pero a mí no!... pues sé que tras la lluvia,
como tras los estruendos de la guerra,
la dulce mies del pan será más rubia
y el hombre ¡algo mejor sobre la tierra!



Julio Flórez


«Cardos y Lirios» (1905)

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