EN EL NACIMIENTO DEL PRÍNCIPE IMPERIAL DE FRANCIA
EPÍSTOLA
Al Excmo. Sr. D. Salustiano de Olózaga.
Llegó la nueva: rápida volando,
Mensajera feliz, el aire cruza
La fama, cuya voz pujante llena
Los valles anchos y las hondas grutas.
Francia a la hermosa Emperatriz, que el suelo
Granadino le dio, madre, saluda.
Hierve en gozo París; desde sus muros
Me manda la amistad... Tomo la pluma.
Deja, Salustio, que obsequiosos cerquen
Egregios vates la cesárea cuna:
Disonaría de sus arpas de oro
La de tu amigo, destemplada y ruda.
Benignas otro tiempo visitaban
Este humilde rincón plácidas musas;
La paz de mi retiro las atrajo;
Las apartó de mí la desventura.
Falta aquí el ángel del consuelo mío.
Llora una madre aquí; no ven la suya,
Y la llaman a gritos, y no viene,
Tres desafortunadas criaturas.
Partió con ellas de Madrid; contaba
Tornar con ellas... ¡Esperanza ilusa!
Con traje de orfandad los tres volvieron;
No volverá la que a los tres enluta.
Casi a la hora que por vez primera
Se oyó nombrar a la Consorte Augusta,
Del placentero título adornada,
Gloria y dulce temor de la hermosura;
A las trémulas manos de otra madre,
Revueltas en montón, llegaban juntas
Prendas que fueron juveniles galas,
Despojos ya que desechó la tumba.
No me es dable cantar: piadoso el tiempo
Reprime el llanto y el pesar endulza;
Para la triste esposa de tu amigo
Más crece con el tiempo la amargura.
No me es dado cantar. Estos borrones
Destinados a ti, guarda y oculta:
Parabienes, Eugenia, escucha gratos,
No quejas de dolor inoportunas.
Tú, cuya voz tan elocuente fluye
En el trato social y en la tribuna,
Y a la Madre feliz de César nuevo
Sus dichas puedes anunciar futuras;
Aprovecha el instante en que sus ojos,
Bellos como la luz que nos alumbra,
Los horizontes penetrar queriendo,
Miren a España con filial ternura;
Y dile entonces que si Francia en ella
Las esperanzas de su dicha funda,
Españoles también por ella al cielo
Votos dirigen de la fe más pura.
¡Logre ese Niño, que entre palmas nace,
Ganar aquélla que jamás caduca!
La de regir su generoso pueblo
Con ley de paz y amor próvida y justa.
Padece aún su combatida patria
De heridas viejas de azarosa lucha:
Llegue su mano allí, y al blando toque
Lesión no quede ni señal ninguna.
En la remota orilla del Euxino,
Cuyos escollos baten furibundas
Hinchadas olas que al chocar bramando
Su enojo escupen en hirviente espuma,
Allí a la paz en lóbrega caverna
Con hierros en los pies Marte sepulta:
Cautiva lanza lastimeros ayes,
Y el fragor de la mar los traga y burla.
Gruesos cañones de contrarias huestes
Sobre la inmensa cárcel se sitúan,
Y del rimbombe horrible de sus rayos
El tormentoso piélago murmura.
Los férreos globos, que de entrambas partes
El polvo estallador ardiendo empuja,
Siembran la destrucción, llevan la muerte
Do quier que llega su potente furia.
De las entrañas de la tierra salta
Volcán labrado por fatal industria,
Que armas, y combatientes, y defensas,
Arroja por las diáfanas alturas.
Cada postrer suspiro del soldado,
Víctima allí de su infeliz fortuna,
Cuesta, sonando en el hogar paterno,
Mísero lloro, devorante angustia.
Tenga ese azote fin. Cuando a la tierra,
Mal de las aguas del Diluvio enjuta,
Salir dudaba la familia indemne
Generadora de la edad segunda,
Blanca paloma con el ramo vino,
De perdurable paz señal segura:
Traiga el Hijo de Luis la oliva santa
Que a un diluvio de mal término anuncia.
Esto dirás a la Guzmana madre,
Que electa del Señor, planta fecunda,
Vea en torno de sí ricos renuevos
Donde amor sus encantos reproduzca.
Esto dirás en el lenguaje noble
Que presta a la verdad gala y dulzura;
Para plácemes tiernos hoy inhábil,
Agria mi voz al corazón calumnia,
Siglos un español faustos desea,
Gloria sin fin a la progenie augura
Napoleón —Guzmán... —¡Oh Dos de Mayo!
Dios no permitirá que vuelvas nunca.
Marzo de 1856.
Juan Eugenio Hartzenbusch