A LAS AGUAS MINERALES DE PANTICOSA
¡Aún más subir! ¿A dónde
Mis pasos lleva la encumbrada vía?
¿Dónde el valle se esconde,
Término y fin de la esperanza mía?
¿Dónde brota la fuente
Que hace al cadáver renacer viviente?
El alma se contrista
Del sendero en la bárbara aspereza;
La acobardada vista
Con agrias peñas por do quier tropieza,
Y un monte y otro monte
La encarcelan en mísero horizonte.
Descubre el Pirineo
Altas cimas de hielo coronadas:
Yo ¡triste! no las veo;
Que cautivar no puede mis miradas
Entre las rocas yermas
Sino el cristal de las bullentes termas.
Estrepitoso zumba
Caldarés en la quiebra donde osado
De golpe se derrumba,
Y de riscos enormes contrastado,
Embravecido ruge,
Y alza sus olas con doblado empuje.
Mas yo aparto los ojos
Del río y de los fúlgidos cambiantes
Aúreos, de plata y rojos
Que pinta en las espumas vacilantes
La luz del claro cielo:
Son otras linfas las que ver anhelo.
Más allá de la puente,
Ya el importuno estruendo se aminora
Del rápido torrente,
Y al fin el eco mudo lo devora,
Como el orgullo calla
Cuando traslinda la funérea valla.
Nada el silencio augusto
Conturba allí de la pendiente senda;
No hay plácido ni adusto
Pájaro cuya voz el aire hienda:
Sólo en el hueco seno
Braman, tal vez, el huracán y el trueno.
Falta en aquella altura
Aliento al ave que volando sube;
Sólo cruzar segura
Puede la esfera la ondulante nube,
Que da con forma extraña
Pomposo pabellón a la montaña.
Ya se irgue aquí lozano
El roble fuerte, el pinalbar derecho,
Y al pie del avellano
Convida el césped con florido lecho,
Donde a la fresca sombra,
Despierta sueño la fragante alfombra.
Allí yace escondida
De Plandigón la deliciosa vega,
De rocas circuída,
Cuya empinada cumbre al cielo llega:
La nieve que las viste
Cuarenta siglos ha que al sol resiste.
Guste mi labio ardiente,
Guste pronto el licor maravilloso
Que aplaque dulcemente
La congoja del pecho fatigoso,
Carcoma de mi vida.
¡Oh! dadme la benéfica bebida.
Quité al fin de la boca
El vaso, limpio de sangrienta mancha.
¡Oh! ya esperar me toca,
Ya confiado el corazón se ensancha,
Sin miedo de que quiebre
Mis venas ya la devorante fiebre.
¡Qué insólita alegría
Por mi espíritu débil se derrama!
Pujante lozanía
Mis desmayados órganos inflama,
Y en vivas ansias arde
De hacer el pecho de su fuerza alarde.
Y suelto me encaramo
De los peñascos por la frente inhiesta,
Donde con silbos llamo
Al ganado que pace en la floresta,
O el manantial sorprendo
Que se desgaja de la cumbre huyendo.
O bien en el estanque,
De mil arroyos con la ofrenda rico,
Doy al batel arranque,
Y cuando el remo a gobernar me aplico,
Cada vez que le hundo,
Círculos abro, imágenes confundo.
Y elévase la mente,
Y la bóveda azul atravesando,
Miro al OMNIPOTENTE
Con el dedo en los montes señalando
Su giro a los raudales,
Piscina milagrosa de los males.
Y alabo el santo nombre
Del justo Juez que al imponer la pena
De su soberbia al hombre,
De dádivas espléndido le llena,
Con que robusto y fuerte
Retarde la victoria de la muerte.
¿Por qué ignotos canales,
Señor, esas corrientes encaminas?
¿Qué ricos minerales
O qué gases vivíficos combinas
Allá en el antro rudo
Que vista humana penetrar no pudo?
¿Cuál es la lumbre que hace
Que hiervan los copiosos surtidores?
¿De qué, gran Dios, su diferencia nace
De temple y de sabores?
El orbe me contesta:
«Un HÁGASE mi fábrica le cuesta».
Asilo solitario
Que la proscrita paz halló en España,
Dichoso santüario
Que el fiero Marte perdonó en su saña,
Tú cuyas auras quietas
No turbó el son de bélicas trompetas;
Cuando de ti me aleje,
Sufre que en esta losa de granito
Reconocido, deje
Mi obscuro nombre por mi mano escrito,
En muestra de que debo
A tu favor el existir de nuevo.
¡Así cuando sonara
De mi postrer anhélito la hora,
Pía mano llegara
A mis labios en copa bienhechora
Tu licor dulce tibio,
Mágico elixir de salud y alivio!
Entonces en sus brazos
Risueña la esperanza me acogiera,
Y los mortales lazos
Sin sentirlo mi espíritu rompiera,
Y de dolor exento,
Vivido hubiera hasta el fatal momento.
Madrid, 1840
Juan Eugenio Hartzenbusch