VISIONES ENERO
Como de leyenda,
en remota hacienda
se veía el huerto
de las negras aguas,
con altos paraguas
de plantas verdosas;
en el musgo muerto
las sendas se pierden
como temerosas;
nos da la vertiente oculta, distante,
monótono ruido;
la fronda gigante
se ha descolorido;
donde amarillean
las vigas musgosas del puente caído,
unas grandes aves en las altas copas
gritan y aletean.
De la bruna casa en los soportales
están los blasones
con pardos halcones
caudales
y ornamentaciones;
las viejas paredes murciélagos rubios
golpean;
sobre los aluvios
y ojivas ondean
y dan en los grises cuartones ancianos,
donde duermen planos.
Allí, una marquesa
blanca, de calesa,
mora los veranos con la niña blonda,
la flor abismada.
En la temporada
de la hacienda andina
encontré a la niña tenue, cavilosa
como de neblina;
al pasar ligera
vestíbulo indiano,
su palabra era
como azul preludio de Chopin, lejano;
allí, de su sueño lánguida dulzura
contemplé silente,
bajo fronda obscura
por los barandales de la antigua estanza:
sonrío tristemente:
y hallé misteriosa su linda romanza;
y en melancolía
por la galería
de tapices rojos,
como de la muerte vaga celestía
contemplé en sus ojos;
y al sentir la bruma que la obscurecía
pensé de la niña en las soledades
en el huerto negro de viejas edades,
en casa vetusta
de raros sonidos
en donde vagaran los aparecidos
de mirada adusta;
pensé en las mansiones
de tribulaciones
de donde, con brillos de Luna de plata
fue una niña hermosa, en la paseata,
hacia la festiva, cercana pradera:
la niña azulada que nunca volviera:
y al ver el ensueño de mi guiadora,
luz encantadora,
la seguí anhelante
bajo cobertizo de ñorbo fragante;
por la pieza umbría,
la sala de arreos y de montería;
leve, soñadora
en sus rondinelas,
por los cortinajes y las pasarelas
despedía el frío, el hielo de aurora;
con mirar arcano,
siguió por dormidos y plúmbeos salones,
sin tocar el piano
de muertas canciones:
por mustias estancias
de descoloridos matices de fresa
do, pensé, estaría la sutil marquesa
de alegres vagancias;
con la lamparilla
a la alcoba fuimos verde y amarilla:
cuando oí, doliente
sonámbula, fuente,
pregunté a la niña, de las soledades,
si gozar podía
en mansión umbría,
donde el genio vive, de las heredades;
y ella respondióme con débil acento:
—El mudo aislamiento
para mi añoranza no habrá en las ciudades
—¿Y en la galanura,
pintoresca vista
del golfo amatista?
—No turba mi sueño la bóveda obscura.
Aquí tus celestes lirios virginales
serán funerales.
—Son lindas las flores de los ventanales:
dijo, y ocultando su faz pesarosa
de pálida rosa,
fue donde se erguían los alcanforeros
como una parada de antiguos lanceros:
por las rinconeras de búhos castaños
que en guardia silente,
volvían de frente
como pensativos sus ojos extraños;
por museo en ruinas,
con los patinosos apuntes de Goya,
con las golondrinas
en la claraboya;
con mi colorado farol mortecino
vi, cual de viñeta camarín hialino;
mis ojos despiertos
se abrían con ansia de ver a los muertos:
parecióme, entonces, que en arias y dúos,
a mi guiadora
hablaban los búhos
del dintel derruido;
y ella indagadora
mi pensar leyendo, dijo en son dormido:
—Cuentan maravillas
de esta casa añosa de mustias señales:
mil pavores cuentan las gentes sencillas,
las gentes banales.
—En la alcoba siento pasos desiguales:
¿las ayas vigilan?
—Son unas lejanas péndulas que oscilan:
nos miden las horas.
—Dulces a tu lado serán voladoras.
—En estos lugares no fueron injustas.
—Ahora olvidemos las cosas vetustas;
desde la persiana se ve la glorieta
con sus amorcillos color de violeta:
allí, la dulzura sabré de tu sueño:
porque tus miradas serán más azules.
—Mi alma es secreta.
—Volverá a tus ojos el brillo risueño;
tus ojos cansados de mirar los gules;
volverá a tus ojos cuando picaflores
besen la azucena.
—Yo adoro la obscura mansión de mi pena.
—Hoy mis vespertinos y dulces vagares
trajo mi esperanza a estos lugares;
sentí a mi llegada, rubia sinfonía,
y ya en la penumbra teme el alma mía.
Eres una aurora
que soñares mustios no ha despejado.
—Yo soy un recuerdo de un ayer rosado.
—Abrirás tus ojos, al amor, despiertos.
—Cuán honda sería
tu melancolía
si los vieras muertos.
—Tú, juncal preludio de la primavera
feliz, no respondas de triste manera;
fulges como un lampo de la cordillera
en esta sombría estancia agorera.
—La ilusión aleja la quinta piadosa.
—Constante la ansío porque es vagarosa
como los perfumes.
—En vano consumes
tu llama en espera
de rosa quimera.
—Amo las festivas canciones soñadas
de quintas rosadas
do bailan las niñas
de ojos azules,
el baile de tules.
—Yo sé las baladas bellas ilusorias,
la gracia indolente
que llenan la mente
de tristes memorias:
sonata ninguna
habrá que al ensueño del amor no impulse:
aquí de Beethoven el
Claro de Luna
amor encendía en la noche dulce.
De enero en la noche romántica una
senda vaporosa su rumbo torcía,
el aire sereno,
perfume de rosas del campo traía,
daban su veneno
las adormideras de la cercanía,
bajo guarangales
iba el ave ciega
con sus caprichosos vuelos desiguales;
escuché del bosque leve vocería,
y una cabalgata llegó veraniega;
con sus algazaras,
en la fuga puso los llantos, las murrias,
y en estas mansiones dormidas y raras,
sonaron festivas las dulces bandurrias;
y fue como un sueño, como una balata:
salí de paseo en la cabalgata.
—¿Y ciñó tu mente pasión importuna
en esos dormidos senderos distantes?
—Con las bellas voces de los paseantes,
las niñas tocaban el Claro de Luna.
—¿De la turba aislada.
de amor prisionera en la sombra fuiste?
—Salí de paseo en noche lunada,
tal vez mi recuerdo será vago y triste.
Dijo; y, encendiendo claros lamparines
brilló nacarina como la azucena;
el estanque enviaba desde los jardines
los arpegios suaves de su cantilena;
del huerto subían
y se desparcían
indianos efluvios,
en el pardo kiosco de hechura grotesca
vagaban las luces cual danza arabesca
de los duendes rubios.
La contemplé muda
como la esperanza;
la mente en la duda
o en la remembranza;
y siempre delante
de mí se ocultaba con triste semblante;
y busqué las flores que, en su celestía,
me hubo ofrecido:
y este don había
desaparecido;
pensé que la noche
sería precaria:
lo que dura el broche
de la pasionaria:
que al llegar el día,
la flor se abriría
a nuevos amores:
la dulce gacela
sería mañana
de los cazadores;
y al ver la ventana
junto a la arboleda
que protegería la escala de seda,
pregunté a la niña por el aposento
donde oyó bandurrias, de alucinamiento.
Ella apesarada, con suave desvío
respondió: —A tu lado
murmura vacío.
—¿Tus ledos amigos de la noche artera,
dónde están ahora?
—Los tocó la muerte la reveladora,
la piedra postrera.
—¡Oh!, tú que me hablas de triste manera:
¿la pálida noche nunca has revelado?
—¡Ay, no me preguntes su sueño enlutado!
—¿La pálida noche sabrá la marquesa?
—Hace largos años murió en su calesa.
—En estas mansiones lentas y remotas
será tu alba mustia, tu dicha precaria
como la estelaria.
—Quién sabe si miro las sendas ignotas,
de férvidas notas.
Tan sólo esta noche de Enero, serena
llegué a esta morada
por sentir la pena
de una remota, azul temporada;
por ver las esquivas y mudas estanzas
do vive la sombra de mis añoranzas:
y te hallé en la noche, como un bien perdido
en mística niebla.
—Tu secreto dime, de dulce tiniebla.
—Siempre para tu alma será incomprendido.
Dijo en la inclemente noche nebulosa,
la campiña estaba como negra fosa;
en la lejanía
un sauce moría
cual gigante armado
de sombrío yelmo
donde se extinguía
un fuego morado
cual luz de santelmo;
en monte distante,
en huerto lindante,
del ave agorera tembló el alarido
por vallas, taludes:
tocaban los sauces sus tristes laúdes,
y en quinta desierta,
junto a la fontana de llorosas voces,
me dio la adorable niña sus adioses,
callados de muerta.
(Enero 1922)
José María Eguren