ANTIGUA
De la herbosa, brillante hacienda
en la capilla colonial,
se veían los lamparines
cerca de enconchado misal.
Y solitarias hornacinas
de vetusto color añil
cuatro madonas lineales,
óleos de negro marfil.
Y su retablo plateresco,
sus columnas de similor,
estaban mustias, verdinosas
por el tiempo deslustrador.
Y los pesados balaustres
e incrustaciones de carey
eran de años religiosos;
quizá del último virrey.
Era obra de antiguos jesuitas,
techo de roble y alcanfor,
que despedía de murciélago
un anciano y mustio olor.
Sus caprichosos ventanales
veían pesebre y pancal
donde trinaban golondrinas
al balido del recental.
Oíamos arrodillados
los niños desde el coril,
la misa llena de murmurios
y de fresco aroma cerril.
Divisábamos cerro alegre,
por el antiguo tragaluz,
la murmuradora compuerta
y los sauces llenos de luz.
Y llegar oímos un coche
de híspidos galgos al rumor;
dos huéspedes se acercaron
y una niña de Van Dyck flor.
Estaba de blanco vestida,
con verde ceñidor gentil,
su cabello olía a muñeca
y a nítido beso de abril.
Diamante era en luces añosas,
luz en cofre medioeval;
acallaba aroma de cirio,
con su perfume matinal.
Y nos miraba dulcemente
con primaveril sensación,
junto al melodio desflautado
que era de insectos panteón.
Relinchaban en el pesebre
el picazo y el alazán;
soñamos pasear con ella
a la luz del día galán.
Llevarla ofrecimos, fugaces,
por la toma, por el jardín,
por la cerrada vieja colca
y por de la hacienda el confín.
Sus mejillas se coloreaban
con primaveral multiflor,
sus lindos ojos se dormían
al áureo y tibio resplandor.
Y nos hablaba con dulzura
y cariñosa inquietud;
cundían sueños plateados
al ígneo sol de juventud.
Sonó la campanilla clara
seguida de dulce rumor
de los tábanos. Nuestros padres,
los de ella oraban con fervor.
Al lado, con grandes espuelas,
rezaba ronco el caporal,
y también los peones que saben
misterios del cañaveral.
La acequia de cal y canto
que iba del estanque al jardín,
nos llamaba con el ensueño
de madreselva y de jazmín.
Correr ansiamos con la niña
y en camelote navegar,
para sentir, al aire verde,
un repentino naufragar.
Y salvarnos en la isla rosa,
vivienda del insecto azul,
como en el árbol de los cuentos
donde canta el dulce bulbul.
O llegar a gruta vistosa
con los brillos del zacuaral,
que habita el hada del estanque,
que es una garza virreinal.
Mas ella lanzó agudo grito
a un pajizo reptil zancón,
y los orantes la rodearon
blancos de desesperación.
En su cara sombras de muerte
y de amargura descubrí:
tenía en la pierna celeste
un negro y triste rubí.
José María Eguren