JEZABEL
¡Javé!... llora el pueblo las tribulaciones
con el acento del humano rencor;
llora la raza sus prevaricaciones
bajo una tempestad de obscuro pavor.
En la Santa Sión de las profecías
llora el ungido pueblo de Israel,
en la penumbra y las blondas orgías
donde tiembla y ríe infantil Jezabel.
Por líricos jardines tenues y galantes
gime Palestina músicas orantes,
y el profeta ulula su maldición;
la niña princesa a su amor favorito
de la arrogancia, cede su corazón;
y en los amables dulcísimos alegros,
y en los fervientes preludios del amor,
mira, a su lado, mira, dos canes negros
con sus armaduras llenas de furor.
Es la raza impía que al becerro de oro
da fiesta danzante, da rico tesoro
y sacrifica a los dioses de Baal;
ya las vírgenes hebreas se adelantan
con el sándalo aromoso en sus cabellos,
tienen perlas azulinas en sus cuellos,
y rosas de Jericó las abrillantan.
Cálida nube sobre la tierra roja
hierve la sangre en juvenil ardor,...
Jezabel, la divina, al ídolo arroja
rubios joyeles de su albo ceñidor.
¡Oh, Acab! ¡oh, tu nativa pasión hebrea,
tu corte de indolente voluptad!
a danza semidesnuda centellea
con níveo cuerpo brillante de impiedad;
mas, un terror hondo y triste se avecina
a tu reina sagrada; tu Jezabel,
la primera del mundo, joya perlina,
fulgente de Tiro, la ciudad infiel;
en goce de la ilusión y de la audacia
la mujer triunfante, ferviente del Asia,
que abominara de la virtud los hierros;
otra vez contempla los obscuros perros.
Era el sol poniente de la tiranía...
¡oh, Jezabel!; la dura reina impía
en la gloria de su innoble arrogancia,
oye trágico rumor cerca su estancia,
y las sonoras voces de los arqueros;
ya en el pórtico fulminan los aceros;
¡ay, los pálidos semblantes justicieros!
Igneo Acab, sobre su carro abrillantado
ha caído por la flecha atravesado.
Jezabel, cerúlea reina luminosa,
el final percibe de triunfos y alegros,
y al morir, con la pupila temblorosa,
¡ay!, mira los canes paladines negros.
¡Javé!... llora el pueblo las tribulaciones
con el acento del humano rencor;
llora la raza sus prevaricaciones
en una tempestad de obscuro pavor.
José María Eguren