LOS AMANTES
Son grandes, venturosos, como hechos de luna, en
medio de la noche.
Arden como maderas. Destilan un agua fresca y
deliciosa, como savia de los grandes árboles.
No parecen llegar de las rocas terrestres: los
imaginamos brotados de las cuevas más salvajes y
profundas. O salidos tal vez de un foso oceánico
donde han aprendido de las sirenas el arte del abrazo
hasta lograr que los brazos se transformen en culebras.
Si no tuvieran nombres como nosotros, no los
creeríamos humanos. Los pensaríamos habitantes de
estrellas desconocidas, de planetas de trigo.
Entre la sombra se confunden, a veces, con los
dioses. Resbalan y se asustan como animales, que es
otra manera de parecerse a los dioses.
No osan la palabra: usan el gemido y el arrullo. Las
palabras más cortas de la tierra y más palabras, sin
embargo.
Cuando regrese a casa le pediré a la Muerte que no
venga por ellos. Bello sería que los dejara libres para
siempre y que salieran a la calle enlazados, como
profetas de un rito vegetal y poderoso.
Nosotros les cantaríamos canciones de alegría y les
pondríamos collares de hojas frescas. Grandes collares
que les sirvieran como almohadas cuando se hallaren
sin almohadas en algún sitio amargo de la
tierra.
Jorge Debravo