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UNA CAMISA VIEJA

Tuve un tiempo y un día que marchaban conmigo
contando los botones que perdía en los patios.
En el polvo jugaba. Mi camisa rió
segura de echar huesos, uñas, ojos, quijadas
para romper imperios.
Era una perra fiel con climas y con hilos
que llevaba el fulgor de una pupila en sombra.
Mi camisa tenía su vitrina en la sangre
cuando la piedra oculta nueve meses de anemia.
El peón de la esquina varias veces me vio
cómo cuesta lucir pensativo y delgado
la fiesta de una ropa.
Ella contaba entonces con dos mangas,
y entre el yunque y la fragua la alcé como bandera
seguro de volverla a levantar mañana.
El bozo de mis venas crujió de un solo golpe
cuando al pasar dejé mi apócrifo tabaco
de billares y ferias.

Si cuento todo esto, es porque pese a todo
y a toda esta ciudad, guardo mi caserío
de tejas y comadres, casi laringe y canto
de mi propia orfandad.
Y es que a veces de manso se me quema la rabia
y no hay nadie no hay nadie para decir camisa
y luego lucirla todos.
Y voy desnudo, porque de veras qué más da,
calado hasta los huesos qué difícil barrer
las cartas breves.

Mi camisa borracha va a echarse en una silla
como leona flaca en un rosal podado,
mi camisa de estío graduada por mis poros
y el sudor de estar vieja.

autógrafo

Juan Bañuelos


«El espejo humeante» (1968)

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