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PALEMÓN EL ESTILITA

Enfuñado el Maligno Spíritu de la
devota e sancta vida que el dicho
ermitanno facía, entrole fuertemente
deseo de facerlo caer en grande
y carboniento peccado. Ca estos e non
otros son sus pensamientos e obras.

Apeles Mestres. — Garín

Palemón el Estilita, sucesor del viejo Antonio,
que burló con tanto ingenio las astucias del demonio,
antiquísima columna de granito
se ha buscado en el desierto por mansión;
y en un pie sobre la stela
ha pasado muchos días
inspirando a sus oyentes
el horror a los judíos
y el horor a las judías
que endiosara ¡Dios del cielo!
que endiosaron a una hermosa
de la vida borrascosa,
que llamaban Herodías.

Palemón el Estilita "era un Santo". Su retiro
circuían mercadantes de Lycoples y de Tiro,
judaizantes de apartadas sinagogas,
que anhelaban de sus labios escuchar
la palabra de consuelo,
la palabra de verdad
que nos salve del castigo,
y de par en par el Cielo
nos entregue: sólo abrigo
contra el pérfido enemigo
que nos busca sin cesar,
y nos tienta con el fuego de unos ojos
que destella bajo el lino de ana toca,
con la púrpura de fréseos labios rojos
y los pálidos marfiles de una boca.

Alrededor de la columna que habitaba el Estilita,
como un mar efervescente, muchedumbre ingente agita
los turbantes, los bastones y los brazos,
y demanda su sermón al solitario,
cuya hueca voz de enfermo
fuerzas cobra ante la mies
que el Señor ha deparado
a su hoz, y cruza el yermo
que turbaron otros tiempos los timbales de Ramsés.

Y les habla de las obras de piedad y sacrificio,
de las rudas tentaciones del Apóstol y del vicio
que llevamos en nosotros; del ayuno y el cilicio;
del vivir año tras año con las fieras,
bajo rotos quitasoles de palmeras;
y les cuenta lo que es sed y lo que es hambre,
lo que son las noches cálidas de Libia,
cuando bulle de planetas un enjambre
y susurra en los palmaras la aura tibia,
que provocan en el ánimo, cansado
de una vida muerta y loca,
los recuerdos tormentosos
que en los días pesarosos,
que en los días soñolientos
de tristezas y de calma
nos golpean en el alma
con sus mágicos acentos,
cual la espuma débil
toca
la cabeza dura y fría
de la roca.

De la turba que le oía,
una linda pecadora
destacose: parecía
la primera luz del día;
y en lo negro de sus ojos
la mirada tentadora
era un áspid: amplia túnica de grana
dibujaba las esferas de su seno;
nunca vieron los jardines de Ecbatana
otro talle más airoso, blanco y lleno;
bajo el arco victorioso de las cejas
era un triunfo la pupila quieta y brava,
y, cual conchas sonrosadas, las orejas
se escondían bajo un peio que temblaba
como oro derretido;
de sus manos blancas, frescas,
el purísimo diseño
semejaba lotos vivos
de alabastro,
irradiaba toda ella
como un astro;
era un sueño,
que vagaba
con la turba adormecida,
y cruzaba
—la sandalia al pie ceñida—
cual la muda sombra errante
de una sílfide,
de una sílfide seguida
por su amante.

Y el buen monje
la miraba,
la miraba,
la miraba,
y, queriendo hablar, no hablaba,
y sentía su alma esclava
de la bella pecadora de mirada tentadora;
y un ardor nunca sentido
sus arterias encendía,
y un temblor desconocido
su figura,
larga
y flaca
y amarilla,
sacudía:
¡era amor! El monje adusto
en esa hora sintió el gusto
de los seres y la vida;
su guarida
de repente abandonaron
pensamientos tenebrosos
que en la mente
se asilaron
del proscrito,
que, dejando su columna
de granito,
y en coloquio con la bella
cortesana,
se marchó por el desierto
despacito. . .
a la vista de la muda,
¡a la vista de la absorta caravana!...

autógrafo

Guillermo Valencia


«Ritos» (1898)

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