HÚMEDA FLOR
Húmeda en los sitios más secretos,
que la sombra cubrió con obsidianas.
Florece entre los hongos subterráneos;
escribe sus estigmas en los mármoles
sobre la superficie de las uñas;
junto a la comisura de las bocas.
Corroe los morados terciopelos
y el antiguo marfil de las heráldicas
en las habitaciones taciturnas,
y anticipa carcomas en los dátiles
y pudre el corazón de las luciérnagas.
Flor sin aire ni lluvias que la toquen,
el musgo la recuesta a las murallas,
y también al calor de las axilas.
Cuando el amor enlaza nuestras manos
y así las deja inmóviles y juntas,
su negación deslustra la epidermis;
amenaza los pulsos; hiere el tacto,
y por los densos prismas del sudor
desaloja la nada que llevamos
más allá de la sal y de las lágrimas
y del fondo de fríos tornasoles
de una muerte en los poros escondida.
Circula por las mórbidas almohadas
en la ternura misma de los lechos.
Los ojos visitaron las orillas
de un mundo de abedules y avellanas,
y las plantas sonámbulas sintieron
el contacto de sus vegetaciones.
Todo en el sueño que como en los símbolos.
Nada tuvo el color de las penumbras
que aglomeran los sueños en las rocas,
ni el sabor de la cal que se desprende
mojada con la luz de las retinas.
Y, sin embargo, la humedad se muestra
en el lino espectral de las alcobas
y la nocturna máscara del rostro.
Surgió de sus lagunas clausuradas
y la viscosidad de sus océanos,
y se enroscó muy cerca de la piel
y de la cavidad de los oídos,
adormecida en hondas espirales
sobre el turbio silencio de sus crótalos.
El polvo la defiende con su manto
el óxido la adorna con sus líquenes.
Devora los metales y en el cobre
deja una flor de amortiguado azufre.
Cómplice del olvido, se difunde
por la cautividad de las espadas,
y afianza el eslabón de las cadenas
empotrado en la herida de los muros.
Ahora mismo, en el vital minuto
en que las manos fijan sus perfiles
con sílabas de espanto en la memoria,
cayó de sus caóticas elípticas;
manchó el papel, humedeció los dedos,
y dejó su color de cosa muerta
filtrado en las amargas conjuntivas.
No es la humedad de los preludios llenos,
que amontona cantares y semillas
en los dinteles rojos del verano.
No tiene el esplendor de los rocíos
sobre la periferia de las frutas.
Es oscura. Su roce cadavérico.
Austera en su crueldad. Firme en su nada,
únicamente vive en la zozobra
en la ira de las condenaciones;
en el témpano gris de la parálisis
y en las frentes cegadas por un grito
sin eco en el terror de la conciencia.
Germán Pardo García